Nouriel Roubini
NUEVA
YORK – Recientemente, el Fondo Monetario Internacional y otros
organismos revisaron a la baja (una vez más) sus pronósticos de
crecimiento global. No es extraño: hoy la economía mundial tiene pocas
luminarias, y muchas de ellas se apagan velozmente.
Entre
las economías avanzadas, Estados Unidos lleva dos trimestres con 1% de
crecimiento promedio. La extensión de la flexibilización monetaria
reforzó una recuperación cíclica en la eurozona, pero en la mayoría de
los países el crecimiento potencial sigue muy por debajo de 1%. En
Japón, la “Abenomics” se está quedando sin fuerza; la economía viene frenando
desde mediados de 2015 y ya está cerca de la recesión. En el Reino
Unido, la incertidumbre por el referendo de junio sobre la permanencia
en la Unión Europea provoca que las principales empresas difieran la
toma de personal y la inversión de capital. Y otras economías avanzadas
(como Canadá, Australia y Noruega) se enfrentan a dificultades por el
abaratamiento de los commodities.
Para la
mayoría de las economías emergentes las cosas no andan mucho mejor. De
los cinco países del grupo BRICS, dos (Brasil y Rusia) están en
recesión; uno (Sudáfrica) apenas crece; otro (China) atraviesa una
abrupta desaceleración estructural; a la única que le está yendo bien es
a la India, solo porque (en palabras del presidente de su banco
central, Raghuram Rajan),
en el país de los ciegos, el tuerto es rey. Muchos otros mercados
emergentes también se frenaron desde 2013, debido a malas condiciones
externas, fragilidad económica (derivada de unas políticas monetaria,
fiscal y crediticia laxas en los años buenos) y, muchas veces, el
abandono de las reformas promercado y la adopción de variantes del
capitalismo de Estado.
Para
peor, el crecimiento potencial disminuyó tanto en las economías
avanzadas como en las emergentes. En primer término, altos niveles de
deuda pública y privada restringen el gasto (especialmente la inversión
en capital, promotora del crecimiento, que disminuyó como porcentaje del
PIB después de la crisis financiera global y no se recuperó a los
niveles precrisis). Esta caída de la inversión implica menos crecimiento
de la productividad, a la par que el envejecimiento poblacional en los
países desarrollados (y en cada vez más mercados emergentes, como China,
Rusia y Corea) reduce la participación de la mano de obra en la
producción.
El
aumento de la desigualdad de ingresos y distribución de la riqueza
agrava el exceso global de ahorro (que es la contracara del déficit
global de inversión). Conforme los ingresos se redistribuyen de la mano
de obra al capital, fluyen de quienes tienen una mayor propensión
marginal al gasto (familias de ingresos bajos y medios) a quienes tienen
una mayor propensión marginal al ahorro (familias de altos ingresos y
corporaciones).
Además,
una desaceleración cíclica prolongada puede reducir el ritmo de
crecimiento subyacente, en un proceso que los economistas llaman
“histéresis”. El desempleo duradero erosiona el capital humano y la
capacitación de los trabajadores; y como la incorporación de
innovaciones se realiza a través de bienes de capital nuevos, la escasez
de inversión reduce en forma permanente el crecimiento de la
productividad.
Por
último, con tantos factores que reducen el crecimiento potencial, se
necesitan reformas estructurales para estimularlo; pero no se están
implementando suficientemente rápido (ni en las economías avanzadas ni
en las emergentes), porque todos los costos se pagan al principio,
mientras que los beneficios se dan en el mediano a largo plazo: esto da
una ventaja política a sus adversarios.
Entretanto,
el crecimiento real sigue por debajo de ese potencial ya reducido. Un
difícil proceso de desapalancamiento implica que el gasto público y
privado debe disminuir, y que el ahorro debe aumentar, para reducir el
alto déficit y el endeudamiento. Este proceso empezó en Estados Unidos
tras la debacle inmobiliaria, después se extendió a Europa, y ahora se
está dando en los mercados emergentes que se endeudaron demasiado
durante la década anterior.
Al
mismo tiempo, la combinación de políticas no ha sido ideal. Una
reducción demasiado apresurada del gasto público en la mayoría de las
economías avanzadas puso casi toda la carga de reactivar el crecimiento
sobre políticas monetarias heterodoxas cuya eficacia es decreciente (cuando no son contraproducentes).
También
afecta al crecimiento el ajuste asimétrico de economías deudoras y
acreedoras. Las primeras venían gastando de más y ahorrando de menos,
hasta que los mercados las obligaron a invertir la ecuación; pero a las
segundas nada las obligó a aumentar el gasto y reducir el ahorro. Esto
agravó el exceso global de ahorro y la falta global de inversión.
Finalmente,
la histéresis debilitó aún más el crecimiento real. Una desaceleración
cíclica disminuyó el potencial de crecimiento, y esto llevó a una mayor
debilidad cíclica, conforme el gasto se redujo en respuesta a la
revisión a la baja de las expectativas.
No
hay soluciones políticamente sencillas para el dilema en que hoy se
encuentra la economía global. Evitar un proceso de desapalancamiento
prolongado (que bien puede durar una década o más) demanda reducir en
forma rápida y ordenada unos niveles de deuda insostenibles. Pero no hay
mecanismos de reducción ordenada de deuda para deudores soberanos, y su
implementación dentro de los países para las familias, las empresas y
las instituciones financieras es políticamente difícil.
Además,
se necesitan reformas estructurales y promercado para realzar el
crecimiento potencial. Pero la divergencia temporal entre costos y
beneficios socava el apoyo popular a esas medidas, sobre todo en
economías que ya están frenadas.
También
será difícil abandonar las pol��ticas monetarias no convencionales,
como acaba de insinuar la Reserva Federal de los Estados Unidos al dar
señales de que se tomará más tiempo del previsto para normalizar las
tasas de referencia. Entretanto, la política fiscal (especialmente la
inversión pública productiva, que estimula tanto la demanda como la
oferta) sigue atrapada en altos niveles de endeudamiento y medidas de
austeridad desacertadas, incluso en países con capacidad financiera para
emprender una consolidación más lenta.
Por eso, y
por ahora, es probable que sigamos dentro de lo que el FMI llama “la
nueva mediocridad”; lo que Larry Summers llama “estancamiento secular”; y
lo que los chinos llaman “nueva normalidad”. Pero a no equivocarse:
nada de normal o saludable puede haber en un proceso económico que
aumenta la desigualdad y, en muchos países, lleva a una reacción
populista (desde la derecha y la izquierda) contra el comercio
internacional, la globalización, las migraciones, la innovación
tecnológica y las políticas promercado.
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