(Aniversario de la crisis aérea española de diciembre del 2010)
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En 1957, la novelista y filósofa Ayn
Rand presentó a los lectores una novela épica sobre la decadencia de los
Estados Unidos (y del mundo) como consecuencia del excesivo
intervencionismo gubernamental.
“Si Ayn Rand levantara la cabeza,
seguro que reescribiría “La Rebelión de Atlas” basándose en la
experiencia del intervencionismo aéreo español y europeo.”
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La Rebelión de Atlas, título que la
autora dio a su obra maestra, logró con el paso del tiempo convertirse
en el libro más influyente de EEUU después de la Biblia, según una
macroencuesta realizada por el Club del Libro del Mes y la Biblioteca
del Congreso, y muchos creen que fue uno de los factores culturales
determinantes para el cambio político en los años 80 y la llegada de
Ronald Reagan al poder.
La trama de esta obra
literario-filosófica centra el análisis del declive socioeconómico
estadounidense en el sector del ferrocarril. La creciente intromisión
estatal en el sector va provocando paso a paso el colapso del principal
medio de transporte de la sociedad norteamericana. El creciente poder
que el Estado otorga a los sindicatos de trabajadores, las regulaciones
de la Comisión de Protección al Consumidor y las intromisiones del
Consejo Nacional de Transportes mediante decretos como el Plan de
Unificación Ferroviario, terminan deteriorando de tal manera el sector
que cualquier conflicto logra paralizar el transporte de toda la nación.
Cuasimonopolio
El caos del sector aéreo que hemos
vivido en España guarda un enorme parecido con el colapso de los
ferrocarriles en la obra de Ayn Rand. Durante décadas, un colectivo de
trabajadores férreamente sindicados ha disfrutado de un cuasimonopolio
sobre el control aéreo en España dentro de Aena, a su vez monopolio
estatal del sector de la gestión aeroportuaria y de la navegación aérea.
En este marco, los controladores han ido consiguiendo con suma
facilidad cada vez más privilegios y retribuciones más abultadas de los
dos partidos principales.
En un entorno de mercado, los sueldos
difícilmente habrían superado la productividad que estos trabajadores
aportaban a la sociedad. De otro modo, las empresas habrían entrado en
pérdidas o habrían sido desbancadas por la competencia. Sin embargo,
lejos del mercado, a los controladores les resultó sencillo elevar
desproporcionadamente sus salarios, pasando la factura a los
contribuyentes (a través de la agencia pública monopolista) o a los
pasajeros (a través de las tasas aeroportuarias), que tampoco pueden
escapar al pago de estos peajes monopolísticos debido a la ausencia de
competencia en el sector.
Los privilegios de estos trabajadores
llegaron al punto de poder controlar indirectamente el acceso a la
profesión, creando cuellos de botella con los que facilitar la mejora
continua de las condiciones laborales. Como era de esperar, la falta de
competencia y los elevadísimos salarios han hecho que la provisión del
servicio se volviera bastante ineficiente.
Las aerolíneas llevaban años denunciando
esta situación y las consecuencias que podían resultar de este proceso.
Sin embargo, los políticos en Bruselas y en España parecían estar más
interesados en ganarse a los pasajeros con el establecimiento de
infinidad de pseudo derechos que con la introducción de competencia. El
pasajero se encontró así con toda una lista de obsequios que las
aerolíneas tenían que ofrecerles en el caso de que la fluidez del
tráfico aéreo no fuera la programada. De esta manera, fenómenos
naturales como la erupción de un volcán o las huelgas (oficiales o de
celo) de los controladores tienen un efecto económico sobre sus cuentas
mucho más abultado.
El estatismo, el intervencionismo y la
demagogia política han puesto al sector en una situación en la que
decisiones de una pocas personas o fenómenos meteorológicos puntuales
pueden hundir los beneficios y hasta las mismas compañías aéreas. Y
todavía la Comisión Europea estudia empeorar las cosas con el
establecimiento de un nuevo impuesto sobre el tráfico aéreo para
financiar el presupuesto de la Unión Europea.
Si Ayn Rand levantara la cabeza seguro
que reescribiría La Rebelión de Atlas, basándose en la experiencia del
intervencionismo aéreo español y europeo.
A mediados de este año, el ministro de
industria, Pepe Blanco, intentó introducir un poco de racionalidad
económica en la actividad de los controladores aéreos mediante la Ley
9/2010, que luego ha rematado mediante la aprobación de un decreto ley
en el que se clarifica cómo interpretar y calcular las vagas normas
existentes sobre la jornada laboral de los controladores. Los
controladores, conscientes del enorme daño que pueden causar a la
sociedad gracias a su control sobre el tráfico aéreo y a las normas que
imponen costes adicionales sobre las compañías aéreas, optaron por dejar
de trabajar, aduciendo problemas médicos, en un claro intento de
mantener sus privilegios tomando a toda la sociedad como rehén.
El viernes por la tarde, el espacio
aéreo español quedó cerrado provocando enormes costes a la sociedad
española. Las compañías aéreas pueden haber perdido algo más de 150
millones de euros mientras que las pérdidas del sector turístico,
responsable del 10% del PIB y uno de los pocos que parecía tirar de la
economía en medio de la crisis que vive el país, en uno de los puentes
más esperados del año porque posibilita compensar parte de las pérdidas
operativas de estos meses de invierno en muchos establecimientos, pueden
haber alcanzado los 1.000 millones de euros. Y a eso hay que sumarle
las pérdidas económicas y de calidad de vida que cientos de miles de
ciudadanos y empresas han sufrido ante la imposibilidad de desplazarse
este puente como tenían previsto.
Este triste episodio y su provisional
resolución militar al más puro estilo de Ronald Reagan debe servir al
ministro de industria para acelerar la desnacionalización del control
aéreo que ya ha comenzado. Esto no ha sido un pulso de un sector privado
de la sociedad contra el estado, como ha sugerido Rubalcaba
erróneamente, sino reacción descontrolada de una parte del aparato
estatal contra la sociedad cuando sus miembros veían peligrar los
privilegios que la clase política les ha concedido durante décadas.
Es parte del declive y la decadencia que
vive nuestra sociedad ultraintervenida, tal y como describía Ayn Rand
hace 50 años. La economía española no puede estar en manos de las
decisiones arbitrarias de políticos y burócratas. Necesitamos que la
sociedad civil y el mercado rijan en nuestros cielos con la misma
urgencia que en nuestros suelos.
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por Gabriel Calzada
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