Las metáforas (por usar una vieja
metáfora) son armas de doble filo: a veces aclaran, a veces confunden. Y
hay una metáfora que es responsable por una enorme confusión, una
metáfora que aparece repetidamente en cualquier debate sobre la
desigualdad de ingresos: que la riqueza es como un pastel.
“No importa cómo lo cortes, cuando
hablamos de ingresos y de riqueza, los ricos se quedan con la mayor
parte del pastel, y el resto con las sobras”, escribe un crítico
de la desigualdad de ingresos. “Las personas que hoy están en el 1% más
alto ganan una parte mayor del pastel de ingresos que las personas que
estaban en el 1% hace 25 años”, señala el economista Russ Roberts.
Una de las implicaciones de la metáfora
del pastel es que la riqueza es un juego de suma cero: hay una cantidad
fija de casas, automóviles, medicamentos, etc. a repartir, y cuanto más
se quede Steve Jobs,
menos queda para el resto de nosotros. Eso puede haber tenido una
cierta plausibilidad hace 250 años cuando la mayoría de la riqueza
existía en forma de tierras, pero hoy, cuando un iPhone 3G ya está ya
siendo considerado como tecnología obsoleta, es imposible no ver el
hecho que la riqueza crece. Roberts lo explica así: “El pastel
no es constante. Así que tu bienestar puede crecer aunque tu porcentaje
del pastel sea menor, siempre que el pastel se esté haciendo lo
suficientemente grande”.
La riqueza crece. Cierto. Pero la
metáfora del pastel tiene otra implicación, que Roberts no discute. Y es
que trata a la riqueza como siendo propiedad de la sociedad. O
sea: de repente nos encontramos en posesión de un pastel. ¿Cómo llegó
hasta aquí? Eso nunca queda muy claro, pero el hecho es que está aquí, y
ahora lo único que tenemos que decidir es cómo repartirlo
equitativamente.
Al aceptar la metáfora, estamos cediendo un punto de moralidad que no debería ser cedido. La riqueza no procede de un proceso social amorfo; la “sociedad” no es dueña de ningún pastel.
La riqueza es creada por un creador individual, y le pertenece a él. Como
observó Ayn Rand, “Dado que el hombre tiene que mantener su vida por su
propio esfuerzo, el hombre que no tiene derecho al producto de su
esfuerzo no tiene medios para sostener su vida. El hombre que produce
mientras otros disponen de lo que produce, es un esclavo”.
Analicemos esto un poco más a
fondo. Supongamos que Robinson Crusoe está cansado de intentar coger
peces con las manos y se le ocurre convertir una rama de un árbol en una
lanza, y de esa forma multiplicar por diez su captura diaria de
peces. ¿Es válido el que Viernes, a quien nunca se le ocurrió hacer una
lanza, reclame que Crusoe ha recibido una “injusta distribución” de los
peces?
Sean cuales sean las complicaciones y
complejidades implicadas, el problema básico es el mismo estemos
hablando de una isla remota o de una economía con una compleja división
del trabajo: un hombre usa su mente y la propiedad que ya tiene (es
decir, la riqueza que ha creado previamente) para traer nueva riqueza a
la existencia. No engulle un pastel ya hecho, sino que lo produce.
Richard Branson
[del grupo de empresas Virgin, un emprendedor desde los 16 años y hoy
la 212ª persona más rica del mundo, según Forbes], por ejemplo, empezó
vendiendo discos de música desde su coche. ¿Los discos? Eran su
propiedad. ¿El dinero que ganó vendiéndolos? Su propiedad. Branson usó
ese dinero para llevar a la práctica su idea de fabricar discos más
baratos, hacer teléfonos más fáciles de usar, y que el transporte aéreo
fuese menos molesto. Él no agarró un pedazo más grande de algún
quimérico pastel social, no más que lo hizo Crusoe: al contrario, trajo
nueva riqueza al mundo. (El hecho de haber trabajado con otras personas
para crear sus productos no cambia la cuestión esencial: cada empleado
de Virgin trajo riqueza a la existencia como individuo, y se le pagó en consecuencia.)
Esa es una verdad más bien incómoda para los que critican la desigualdad de ingresos. Como escribe el columnista del New York Times
Bob Herbert, si “los que ya son muy ricos” misteriosa y rabiosamente
“amasan una proporción cada vez mayor de los beneficios económicos de la
nación”, entonces repartir la riqueza entre todos podría parecer
justo. Pero ¿y si no hay pastel? ¿Qué pasa si los “beneficios
económicos” que Herbert intenta distribuir han sido creados, no por “la
nación”, sino por los que “ya son muy ricos”? En ese caso, ¿es más justo
hacerles que repartan sus riquezas con nosotros que hacer que Crusoe le
entregue sus bienes a Viernes?
Los Bob Herberts del mundo, sin duda,
seguirán diciendo que “sí”. Y, por supuesto, hay mucho más que hablar
sobre la desigualdad de ingresos. Pero ese debate no irá a ninguna parte
mientras nuestros pensamientos sigan ofuscados con metáforas de
pastelería.
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Por YARON BROOK Y DON WATKINS,
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