Competencia libre de burócratas
Por María Dolores Arias
Desde hace varios años se ha venido
discutiendo la “necesidad” de una ley que promueva la competencia.
Múltiples estudios, seminarios, análisis, institutos, comisiones y
direcciones han surgido para tal fin así como diferentes propuestas de
legislación.
La firma del Acuerdo de Asociación entre
Centroamérica y la Unión Europea pone fecha límite a la aprobación de
la Ley de Competencia para finales de noviembre del presente año. Por lo
tanto, muchos aducen que es “necesaria” dicha normatividad con el
propósito de cumplir con estos requerimientos. Otros apelan a que somos
el único país en la región que no posee una ley de competencia y que
como todos ya tienen una, nosotros también deberíamos tenerla como si se
tratara de un concurso de popularidad y de aceptación en el grupo.
Cuando hablamos de competencia, la
mayoría coincide en que debe existir para mejorar los productos o
servicios pero las diferencias inician cuando se determina cuál debería
ser el papel del gobierno en la promoción de la misma. Es aquí cuando se
pasa de la promoción a la regulación y en muchos casos a la
sobrerregulación, al grado de asfixiarla. También muchos aducen que la
competencia es buena pero cuando está controlada y no es excesiva, sin
determinar cuánto es excesiva y quién o cómo lo determina.
En sociedades libres, la libre
competencia permite mejorar significativa y consistentemente el nivel de
vida de los consumidores, ya que estos pueden optar a diferentes tipos
de servicios o productos y no sólo eso, también pueden elegir productos
sustitutos. Del lado de los productores, también les obliga a optimizar
el uso de sus recursos para ser rentables y mantenerse en el mercado, o
en caso contrario, cambiarse de negocio y no seguir perdiendo dinero.
En libertad, cualquiera puede entrar a
competir en un mercado y buscar que los clientes prefieran lo que
ofrece, para ello deberá de persuadir y tratar bien a aquellos con quien
hace los intercambios, es decir, debe ser benevolente con sus clientes.
En un ambiente de libre competencia, el productor no puede pedirle al
gobierno que utilice su fuerza para obligar a los demás a comerciar con
él. Tampoco puede pedirle al Congreso que apruebe una ley que impida que
los demás compitan con él por los clientes, a través de monopolios
artificiales o legales.
En una sociedad de libre competencia,
ningún grupo o individuo puede solicitar privilegios para su actividad
empresarial, no puede solicitar que le quiten a uno para que se lo den a
él a fin de mantener su servicio, es decir, no puede pedir subsidios.
No puede solicitar reglamentos, licencias o cualquier otra barrera que
dificulte la entrada de nuevos competidores.
En libre competencia, no puede solicitar
privilegios porque el burócrata tenga un elevado nivel de consciencia
moral y se los niegue, sino porque el funcionario no tiene el poder de
otorgarlos, porque su poder se limita a proteger los derechos
individuales y no a transgredirlos.
Así que en nuestro país, más que una Ley
de Competencia lo que necesitamos es una Ley de Libre Competencia que
deje en libertad a los vendedores y compradores para hacer sus
intercambios. Una ley que promueva regulaciones mínimas que protejan los
derechos individuales y el cumplimiento de contratos. Que sancione el
fraude y el robo.
Cuando se habla de Ley de competencia,
más que mayor regulación a la que ya tenemos, se debería estar hablando
de quitarle trabas al comercio, de eliminar tanto trámite y permisos
discrecionales para iniciar un negocio. La competencia sólo tiene
sentido si es libre con regulaciones mínimas que protejan la libertad de
acción y la propiedad.
Si de verdad se quiere promover la
competencia, ésta debe ser libre. Libre de trámites interminables, libre
de criterios de ventanilla que cambian más que el clima y que se basan
en reglamentos internos que nadie más que ellos conocen. Libre de
privilegios otorgados por burócratas a costa del resto de ciudadanos.
La ley de competencia sólo tendrá
sentido si deja en libertad a los ciudadanos y elimina el poder
arbitrario que tienen los burócratas, léase funcionarios o diputados, de
intervenir y distorsionar el mercado.
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