Por Moisés Naím
No hay duda de que Barack Obama termina
su Presidencia habiendo decepcionado a muchos de quienes, con sus votos,
lo llevaron a la Casa Blanca en 2008.
La lista de estas decepciones es larga y
varía con cada grupo. Para algunos la decepción es que Obama no haya
clausurado la cárcel en Guantánamo, para otros es su uso de los drones, o
el no haber intervenido militarmente en Siria, haberlo hecho en Libia o
haber pactado con Irán. También el no haber mandado más banqueros a la
cárcel, o haber dejado que la desigualdad en Estados Unidos siga tan
alta y los salarios tan bajos. Y la lista, por supuesto, sigue.
El presidente responde enfatizando sus
logros, comparando la mejor situación actual que deja con las graves
crisis que heredó y señalando las restricciones financieras, políticas e
internacionales que limitaron su capacidad para hacer más. No hay duda
de que Obama vivió de manera muy directa las limitaciones que tiene el
poder en estos tiempos. Y ello lo ha llevado a tener su propia lista de
decepciones. No es sólo que el presidente ha decepcionado a muchos, sino
que muchos también lo han decepcionado a él.
Últimamente, Barack Obama se ha dado a
reflexionar muy públicamente sobre su experiencia presidencial. A través
de largas sesiones con periodistas y meditativos discursos, el
presidente ha dejado entrever algunas de sus desilusiones.
Quizás el más obvio de sus desengaños es
con algunos líderes de países aliados. David Cameron y Benjamín
Netanyahu son dos ejemplos. En una importante entrevista con Geoffrey
Goldberg en la revista The Atlantic, Obama fue muy cándido en culpar a
Cameron en particular, y a otros líderes europeos como Nicolás Sarkozy,
por dejar que Libia se convirtiera en el desastre que hoy es. Según
Obama, la estabilización y reconstrucción de Libia después de haber
derrocado a Muamar el Gadafi, era una tarea que le correspondía a Europa
y que, una vez más, el continente irresponsablemente ignoró, esperando
que Washington viniera al rescate. La incapacidad de Europa para jugar
un rol internacional proporcional a su peso en el mundo es una de las
desilusiones más claras que se lleva Obama de su paso por la Casa
Blanca. Esto él ya lo sabía, pero lo confirmó viviendo en persona el
fracaso de Europa para actuar como el poder global que es en
negociaciones que son críticas para su propio futuro.
El primer ministro israelí también ha
sido una constante fuente de irritación para su colega estadounidense.
Obama está convencido de que él ha sido un aliado leal, generoso y
confiable de Israel y que, en cambio, Netanyahu ha sido un socio
desleal, desagradecido y desdeñoso. La determinación de Netanyahu de
sobrevivir en el poder como sea en la huracanada política interna de su
país lo ha llevado a asumir conductas inaceptables para quien dice ser
un aliado. Su famoso discurso ante el Congreso de EE UU, en la víspera
de las reñidas elecciones israelíes (orquestado a espaldas de la Casa
Blanca, en coordinación con los líderes del Partido Republicano), y que
Netanyahu utilizó para denunciar la política de Obama es solo uno de los
múltiples ejemplos que seguramente han reducido la simpatía que el
presidente tiene por Bibi.
Los líderes de los principales países
árabes y en especial de Arabia Saudí también están en la lista de los
desencantos del presidente americano. Obama ha sido muy explícito con
respecto a la urgencia con la cual el mundo árabe debería encarar las
disfunciones y fallas que impiden que cientos de millones de sus jóvenes
puedan aprovechar las oportunidades del mundo de hoy sin por ello
abandonar su fe y sus tradiciones. O la necesidad de superar el
milenario enfrentamiento entre suníes y chiíes que causa inenarrable
violencia y sufrimiento. Obama sabe que sus exhortaciones en este
sentido han caído en oídos sordos. Y que de esta sordera se nutre una de
las principales fuentes de inestabilidad del mundo contemporáneo.
Pero quizás la mayor frustración del
presidente de Estados Unidos es con las élites de su país. Élites cada
vez más fragmentadas y cuya necesidad de defender sus privilegios las
hacen incapaces de actuar con una visión de país y de largo plazo. En
esto no son únicas y reflejan una tendencia mundial observable cada vez
en más países.
En el caso Estados Unidos, Obama ha sido
explícito al señalar que son los círculos políticos que hoy no saben
qué hacer para detener a Donald Trump los mismos que durante años
legitimaron la miope narrativa que hoy encarna el virtual candidato
presidencial del Partido Republicano. Son los grupos que prometieron que
hacer fracasar la presidencia de Obama era su prioridad, que sembraron
dudas sobre la verdadera nacionalidad del presidente o la posibilidad de
que fuese un musulmán radical infiltrado en la Casa Blanca, que su
reforma sanitaria llevaría a la creación de “paneles de la muerte” que
decidirían qué ancianos tendrían derecho a cuáles tratamientos médicos o
que, como repetía Marco Rubio, el verdadero propósito de Obama es
debilitar a EE UU.
Ante todo esto, cualquiera se sentiría desilusionado.
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