¿Puede el Estado imponer un comportamiento virtuoso?
Por Robert Higgs
Durante miles de años, los estados (u
organizaciones y élites gobernantes equivalentes) han actuado
ciertamente como si pudiesen imponer el comportamiento virtuoso—siempre,
por supuesto, de acuerdo con la particular concepción de la virtud que
se les ocurra abrazar. Y muchos siguen haciéndolo en la actualidad. De
este modo, la mayor parte de los estados de los Estados Unidos todavía
prohíben la posesión, utilización y comercio de una larga lista de
estupefacientes y otras sustancias consideradas como malas para la
gente.
A menudo los gobiernos han prohibido el
libre mercado en materia de servicios sexuales, los juegos de azar e
incluso la realización de actos comerciales los domingos. Han tornado
ilegales varios tipos de expresiones, junto con toda clase de
comunicación en las escuelas y el mercado laboral. Han prohibido
diversos tipos de interacciones, encontrándose el matrimonio dentro de
una larga lista, entre adultos y menores de una edad estipulada de
consentimiento legal, que llega a veces a los 21 años. Por lo tanto, los
gobiernos pretenden claramente imponer el comportamiento virtuoso—o,
por lo menos, la evitación del comportamiento vicioso—entre aquellas
personas sujetas a su dominio.
¿Pero tienen éxito? Ellos, obviamente,
no tienen un éxito completo, y en muchos casos acaban tan lejos del
éxito que sus “leyes de la virtud” son el hazmerreír no obstante las
severas sanciones previstas para los condenados por infringirlas. Por
ejemplo, aunque la prostitución ha sido bastamente declarada ilegal, ha
sido practicada ampliamente. Lo mismo sucede con los juegos de azar. De
hecho, en muchos casos, como en los estados con loterías patrocinadas
por el estado, éste no ha prohibido el juego como tal, sino sólo los
juegos de azar privados que compiten con las propias empresas de juego
estatales, lo que constituye una burla a la idea de que se trata de
disuadir un vicio. Todo un sector de la economía subterránea está
involucrado en el suministro de las demandas activas de gente que desea
utilizar drogas, frecuentar los servicios de prostitutas, apostar, o de
alguna otra manera participar en el comportamiento “vicioso” que el
estado ha prohibido. Así, a lo sumo, el intento del Estado de imponer el
comportamiento virtuoso es un fracaso en todas las aéreas en que el
estado hace el intento.
Pero llamarlo un fiasco no resulta
suficiente, porque los estados que pretenden imponer el comportamiento
virtuoso en realidad crean condiciones en las que no sólo no logran
alcanzar sus objetivos aparentes, sino que en verdad generan las
condiciones e incentivos que infligen un gran daño sobre la sociedad a
la que sus “leyes de la virtud” supuestamente protegerán o mejorarán.
Así, por ejemplo, el estado prohíbe la transacción de diversos
narcóticos, lo cual no impide tales transacciones sino que las empuja al
mercado negro, donde proveedores y demandantes carecen de acceso al
sistema judicial ordinario y, por lo tanto, no pocas veces utilizan la
violencia para resolver su disputas. Al tornar ilegales a las drogas,
los estados garantizan que las medidas de control de calidad estarán
poco desarrolladas e implementadas en los mercados en los que la gente
adquiere las drogas, con el resultado de que muchas personas resultan
engañadas con productos de baja calidad, envenenadas por productos
adulterados, e incluso asesinadas por productos cuya concentración y
pureza los compradores no pueden percibir fácilmente. Cuando el estado
expulsa la prostitución al mercado negro, las condiciones sanitarias
entre las prostitutas no pueden ser tampoco resguardadas, y las
prostitutas pueden propagar enfermedades perjudiciales e incluso
mortales como consecuencia de ello.
La circunstancia de hacer que diversas
clases de transacciones comerciales sean ilegales también genera un
incentivo para la corrupción de los policías, fiscales y jueces
encargados de hacer cumplir las “leyes de la virtud”. Por lo tanto,
durante la Prohibición, los contrabandistas y policías corruptos
marchaban juntos como la mantequilla de maní y la jalea, y hoy en día
muchos policías juegan un papel esencial en la protección de los
traficantes de drogas, acrecentando sus ingresos mediante la aceptación
de sobornos y la substracción de estupefacientes, dinero en efectivo y
otros objetos de valor a personas que ellos afirman han participado en
el tráfico de drogas. En algunos países, los señores de la droga y los
líderes de gobiernos legítimos se encuentran tan estrechamente
relacionados que son casi una misma cosa.
Por lo tanto, a efectos de responder a
la pregunta que planteé al principio: no, el estado no puede imponer con
éxito un comportamiento virtuoso—la gente batallará para hacer lo que
enfáticamente prefiera hacer—pero sin duda puede crear condiciones que
promuevan mucho más daño que el que tendría lugar si el estado
simplemente dejase a la gente en paz en lo que respecta a sus vicios.
Cada sociedad parece albergar repulsivas reparticiones públicas
atareadas y arrogantes cruzados morales, y siempre que estas personas
obtienen el apoyo estatal para sus programas de supresión del vicio
predilectos, el resultado es terrible.
Los estados pueden hacer muchas cosas,
especialmente cosas tales como cometer asesinatos en masa, extorsión en
masa y el robo en masa y engatusar de manera implacable a sus sometidos,
pero entre las muchas cosas que los estados no pueden hacer de manera
exitosa se encuentra la imposición de un comportamiento virtuoso. Tratar
de hacer que las personas se abstengan de hacer lo que desean hacer,
especialmente de emprender acciones que no generan verdaderas víctimas
que no sean aquellos que voluntariamente asumen los riesgos, es una
tarea de tontos, y es también un tipo de coerción estatal que ha causado
un sufrimiento innecesario e inconmensurable a través de los siglos y
continua causándolo hasta la actualidad.
Hace mucho tiempo, en 1875, Lysander Spooner escribió un ensayo clásico, "Los vicios no son crímenes”. Sería un regalo del cielo si la gente hoy día lo leyera y tuviese muy en cuenta su mensaje.
APÉNDICE: En mis observaciones
precedentes, critico los intentos del gobierno (incluso los sinceros)
por promover un comportamiento virtuoso. Dichos intentos son, en el
mejor de los casos, inútiles, pero en general resultan peores,
ocasionando en realidad un comportamiento más vicioso en numerosas
dimensiones que aquel que habría tenido lugar si el gobierno no hubiese
hecho nada para imponer presumiblemente un comportamiento virtuoso.
Muchas personas reaccionan a tales argumentos suponiendo que aquellos
que los defendemos nos oponemos a un comportamiento virtuoso propiamente
dicho o a los esfuerzos para promoverlo. Nada podría estar más lejos de
la verdad.
Así como aquellos que se oponen a la
escolarización gubernamental no se oponen a la educación y quienes se
oponen a las “inversiones” del gobierno no se oponen a las inversiones,
igualmente aquellos de nosotros que nos oponemos a los esfuerzos
gubernamentales para imponer un comportamiento virtuoso no estamos
ciertamente opuestos a todos los esfuerzos para fomentar un
comportamiento virtuoso. Pero dos razones principales aconsejan estar en
contra de la dependencia, o incluso de la tolerancia, del hecho de
hacer del gobierno el agente de tales esfuerzos.
En primer lugar, el comportamiento
virtuoso que tiene lugar porque el gobierno amenaza con castigar a
quienes no actúen en consecuencia no es en realidad virtuoso; es
simplemente obediente. La genuina virtud sólo puede surgir de la
libertad de escoger entre la virtud y el vicio. Si la elección refleja
no una libre decisión de actuar virtuosamente, sino tan sólo un deseo de
evitar el castigo gubernamental, no existe una verdadera virtud,
solamente un cumplimiento compelido por el miedo. Este cumplimiento es
especialmente lamentable en los no poco frecuentes casos en los cuales
el gobierno procura imponer una concepción equivocada de un
comportamiento virtuoso (Ej.: abstenerse de consumir marihuana).
En segundo lugar, las agencias que en
realidad pueden promover genuinamente un comportamiento virtuoso—las
familias, iglesias, organizaciones privadas de caridad, empresas y
emprendimientos privados—lo hacen de una manera mucho más eficaz que la
que pueden hacerlo los gobiernos, sobre todo porque están conectadas con
aquellos a los que desean aleccionar por lazos de afecto personal e
interés personal, no por miedo al castigo. Por otra parte, la
instrucción en estos ámbitos privados toma de manera contundente la
forma no de predicar o intimidar, sino del ejemplo cercano. Nada
promueve la bondad, por ejemplo, tanto como ser criados por padres que
sean consistentemente buenos. Del mismo modo, nada promueve tanto la
caridad como la pertenencia a una iglesia, sinagoga o mezquita cuyos
miembros personalmente y como un grupo rutinariamente se dedican a
actividades caritativas. El hecho de aprender haciendo funciona tan
eficazmente respecto del comportamiento virtuoso como lo hace con el
arte, las artesanías, y el atletismo.
El gobierno, en el mejor de los casos (y
siempre como un poco más que el ideal liberal clásico) es una agencia
para la supresión de acciones antisociales tales como el homicidio y el
robo. El grupo de encargados gubernamentales de hacer cumplir la ley
comprende a la policía que golpea o mata a las personas, los guardias de
la prisión que las enjaula, y los verdugos que las ejecutan. La bondad,
la caridad y otras virtudes no pertenecen a su repertorio. Suponer que
la promoción de un comportamiento virtuoso puede o debería ser llevada a
cabo por la policía, los carceleros y los verdugos es un error
fundamental—y uno enormemente destructivo, para empezar.
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