EE.UU.: la ilusión aislacionista
Por Álvaro Vargas Llosa
El progreso perturbador de
Donald Trump -ya está empatado con Hillary Clinton y en algún sondeo,
ligeramente por delante- ha reavivado la eterna polémica entre el
aislacionismo y el intervencionismo en la política exterior
estadounidense.
En realidad, se llama aislacionismo y
“no intervencionismo” (dos cosas distintas, pero en determinadas
circunstancias la diferencia se hace pequeña) a ciertas tendencias más
que a ciertas políticas. Porque, si somos estrictos, nunca hubo un
aislacionismo total; incluso el no intervencionismo tuvo muchas
excepciones. Por ejemplo, se habla de un siglo XIX no intervencionista,
lo que a grandes rasgos es cierto, sobre todo si se piensa en la
política estadounidense hacia Europa y Asia, pero en esa misma centuria
Washington se anexó un trozo enorme del territorio mexicano.
No citaría la Doctrina Monroe que
algunos latinoamericanos suelen situar como el inicio del imperialismo
yanqui en América Latina porque se trató más bien de una advertencia a
Europa para que no se inmiscuyera en este hemisferio (por eso, hoy lo
olvidan nuestros antiimperialistas, contó con la entusiasta aprobación
de los líderes independentistas latinoamericanos). El inicio del
intervencionismo estadounidense más allá de México probablemente debe
ser situado, en lo que respecta a América Latina, en algún punto entre
la guerra de 1898 tras la cual Cuba se liberó de España pero quedó
convertida en un protectorado estadounidense, y la intervención
relacionada con el Canal de Panamá, inaugurado en 1914.
También el intervencionismo tiene que
ser matizado. Hubo épocas de intervencionismo muy afiebrado y en otras
la intensidad fue menor. Las hubo más bien dictadas por un ánimo mandón o
por motivos económicos y las hubo, como el bombardeo de Kosovo en 1999
bajo paraguas de la OTAN, presididas por una urgencia humanitaria (el
principio de la “responsabilidad de proteger” que Naciones Unidas
convirtió en parte del derecho internacional nació allí aunque no se
formalizó hasta 2005). Entre la guerra preventiva de Bush hijo y la
ayuda que da Obama a la lucha armada contra Assad en Siria hay
diferencias ideológicas importantes. Pero ambas son formas de
intervencionismo, independientemente de las simpatías o antipatías que
cada una merezca.
No hay duda de que las dos
tendencias, la aislacionista o no intervencionista por un lado, y por el
otro la intervencionista, han forcejeado intensamente desde el comienzo
de la república y hoy lo siguen haciendo.
Obama llegó al poder con una campaña que
tenía un dejo aislacionista, aunque nunca usara esa expresión y aunque
apoyara la ocupación de Afganistán (a diferencia de la de Irak), en
represalia por los atentados del 11 de septiembre de 2001. Su idea no
era aislarse sino dejar de meterse tanto en los asuntos del mundo y
llevarse bien con los enemigos, de Irán a Cuba y Corea del Norte. Todo
ello le acarreó muchos ataques en la campaña, pero a un país fatigado
por una década de intervencionismo en el Medio Oriente no le parecía
mal.
Durante su primer gobierno, todavía bajo
riesgo de no ser reelecto cuando le tocara volver a presentarse y con
la necesidad de poner el énfasis en asuntos internos, Obama pareció
dejar de lado sus promesas. Pero en su segundo gobierno retomó la idea y
ha hecho migas con varios enemigos: con Irán pactó (junto a países
aliados, es verdad) el retiro de las sanciones a cambio de que Teherán
congelase durante una década sus planes nucleares; en el caso de
Birmania acompañó una transición muy limitada bajo el Presidente Thein
Sein, reemplazado este año, tras la victoria opositora, por Htin Kyaw,
del mismo partido que la Nobel Aung San Suu Kyi, a quien se le impide
ser presidenta; con Cuba abrió relaciones diplomáticas sin poner
condiciones y acaba de levantar el embargo de armas a Vietnam, país
donde el partido único también copa el poder y tiene un sórdido palmarés
en materia de derechos humanos.
Digamos que todo esto configura un
cuadro de “normalización” con viejos enemigos más bien proclive al no
intervencionismo en el sentido de no inmiscuirse en sus asuntos
internos. Sin embargo, en otros aspectos Obama practica un
intervencionismo estratégico: su política de contención de China,
bautizada como el “pivote asiático” de la política exterior de su
administración, es el más claro ejemplo aunque no lo presente
públicamente como tal cosa. Desde el Trans-Pacific Partnership hasta el
levantamiento del embargo de armas contra Vietnam, pasando por los
entrenamientos de “marines” en Australia y la presencia de sus barcos y
aviones en Filipinas, Obama pretende frenar el hegemonismo chino en el
Asia.
Otro ejemplo de intervencionismo de
Obama es el regreso de Estados Unidos a Irak ante el avance del Estado
Islámico, a pesar de todo lo que Obama dijo contra la intervención en
ese país cuando era oposición.
También hubo intervencionismo, en ese
caso de corte wilsoniano, es decir idealista, en su apoyo a la Primavera
Arabe, que fracasó en todas partes salvo en Túnez. El intervencionismo
humanitario antes mencionado estuvo presente en el bombardeo a Libia en
2011, por ejemplo: aunque conducido por europeos principalmente, contó
con una determinante participación estadounidense.
Hillary Clinton, que fue secretaria de
Estado de Obama, antes de eso senadora y, en los años 90, primera dama,
tiene una larga historia de intervencionismo: apoyó el bombardeo a
Kosovo de su marido por razones humanitarias, votó a favor de la
invasión a Irak como senadora bajo el gobierno de Bush hijo y fue pieza
clave del injerencismo de Obama durante los años en que le tocó estar en
el poder.
La realidad es que entre
demócratas y republicanos no ha habido grandes diferencias. En teoría
los republicanos son más intervencionistas y los demócratas menos, pero
las grandes intervenciones exteriores del siglo XX -por ejemplo, en las
dos guerras mundiales- fueron dirigidas por mandatarios del Partido
Demócrata. Hasta los años de Carter, ese partido tenía tantos “halcones”
como el Partido Republicano.
Históricamente, McKinley y Theodore
Roosevelt, dos republicanos fogosamente intervencionistas, no lo fueron
más que , por ejemplo, Woodrow Wilson y el otro Roosevelt. Lo que, muy
avanzado el siglo XX, cambió fue el tenor del intervencionismo, su
cobertura ideológica y la tendencia a convertir la política exterior en
parte de un debate interno que antes procuraba evitarla para no romper
el consenso. La Guerra Fría contribuyó enormemente a esto: después de
Johnson y gracias al fracaso de la guerra de Vietnam, los demócratas se
replegaron en una actitud menos confrontacional y más contemporizadora
con el comunismo, mientras que los republicanos pasaron a convertirse en
la gran fuerza anticomunista.
Ahora, con la aparición
disruptiva de Trump en la política estadounidense, el aislacionismo
renace con bríos. En el único discurso enteramente dedicado a la
política exterior de las primarias, Trump se encargó de enviar dicho
mensaje al hablar de “Estados Unidos primero”. Este slogan
(“America First”) tiene resonancias históricas aislacionistas en la
política estadounidense. Así se llamó a un comité de notables surgido a
finales de la década de los 30 que se oponía a la participación en la
Segunda Guerra Mundial. No, no era un grupo de loquitos marginales:
estaban allí grandes nombres y futuros presidentes, como Gerald Ford y
John. F. Kennedy, así como héroes civiles, por ejemplo el aviador
Charles Lindbergh, y capitalistas emblemáticos como Walt Disney.
Por lo demás, eran y se declaraban
herederos de toda una tradición que se pretendía tan antigua como George
Washington, cuyo famoso discurso de despedida habló de “tener tan poca
conexión política como sea posible” con otros países para limitar el
objetivo de las relaciones exteriores a “la ampliación de las relaciones
comerciales”. La década de los 30 había sido muy aislacionista (aunque
algunos hablaban de no intervención, más bien): tanto el saldo mortal de
la Primera Guerra Mundial como la Gran Depresión habían llevado a un
repliegue de la política exterior y a un proteccionismo económico que
gozaban de un amplio consenso nacional. Roosevelt, cuyo instinto era
bastante intervencionista, sólo pudo entrar a la Segunda Guerra Mundial
porque Japón atacó Pearl Harbor. Antes de eso había tenido que soportar
mucha presión para no intervenir a pesar del avance de los nazis.
Ejemplo de esa presión fueron las leyes de neutralidad aprobadas por el
Congreso con apoyo popular.
Trump no habla de “America first” en un
sentido idéntico al de aquel comité, pero en muchos aspectos hay
coincidencias. Se opone a seguir con la política de “construir nación”
(“nation building”), como se llama a las intervenciones norteamericanas
en el Medio Oriente que pretenden dejar en pie instituciones e
infraestructuras sólidas, y a la idea de exportar la democracia a países
que no tienen esa tradición. En su caso, se añade el elemento
proteccionista al discurso de la no intervención: con el argumento de
que Estados Unidos tiene un déficit comercial que se acerca al billón de
dólares (trillón en inglés), quiere poner barreras comerciales de
distinto tipo y condicionar los tratados existentes.
Pero, como ha sucedido con otros
aislacionistas y no intervencionistas muchas veces, su visión (más
certero sería hablar de su instinto porque no hay mucho refinamiento en
lo que dice) pasa por fortalecer mucho el aparato militar y robustecer
la lucha “contra el islam radical” de un modo que no excluye ir a la
guerra “si es necesario”. En el empeño de enfrentarse al islam radical,
pretende aliarse con intervencionistas temibles como Vladimir Putin.
A pesar de ello, y de que en sus
propios negocios Trump es altamente internacionalista, no hay duda de
que el aspirante a la presidencia republicano es el candidato más
aislacionista con posibilidades de ganar que ha producido uno de los dos
grandes partidos en mucho tiempo. Organizaciones menores, como el
Partido Libertario y otros, suelen ofrecer propuestas no
intervencionistas; también lo hacen algunos líderes de izquierda.
Pero no son actitudes, ni principios, ni políticas que salgan de la
boca de un candidato republicano con opciones reales de poder. Dicho
esto, es cierto que el ala libertaria del Partido Republicano, encarnada
en años recientes por Ron Paul, ha despertado simpatía entre muchos
jóvenes oponiéndose al intervencionismo.
No está nada claro hasta dónde
querría -y, lo que es más importante, hasta dónde podría- un presidente
Trump llevar su aislacionismo una vez enfrentado a la dura realidad de
gobernar un país tan imbricado con el resto del mundo. Pero la
popularidad de sus posturas en una base amplia del Partido Republicano, y
la popularidad de posturas también aislacionistas de Bernie Sanders en
el Partido Demócrata nos hablan de un cierto temperamento entre los
estadounidenses de hoy.
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