Venezuela se desmorona
Por Moisés Naím y Francisco Toro
El País, Madrid
Cuando un empresario venezolano que
conocemos abrió un negocio en el oeste de Venezuela, hace 20 años, nunca
imaginó que un día se enfrentaría a una pena de cárcel por culpa del
papel higiénico en los baños de su fábrica. Sin embargo, Venezuela sabe
convertir lo inimaginable del pasado en lo cotidiano del presente.
Para comprar alimentos hay que guardar largas colas en los supermercados, como este caso en Caracas. Marco Bello Reuters
El calvario de Carlos comenzó hace un
año, cuando el sindicato de la empresa empezó a insistir en el
cumplimiento de una extraña cláusula de su convenio colectivo, según la
cual los aseos de la fábrica tenían que disponer de papel higiénico en
todo momento. El problema era que, dada la escasez creciente de todo tipo de productos básicos
(desde arroz y leche hasta desodorante y condones), encontrar un solo
rollo de papel higiénico era prácticamente imposible en Venezuela.
Cuando Carlos por fin logró hacerse con una cantidad suficiente, sus
trabajadores, como es comprensible, se lo llevaron a casa: encontrarlo
en el mercado les resultaba igual de difícil que a él.
El robo de papel higiénico puede sonar a
tomadura de pelo, pero para Carlos es un asunto grave: si no repone el
producto infringe el convenio colectivo, lo que expone a la fábrica al
riesgo de una huelga prolongada, que a su vez podría conllevar su
nacionalización por parte del Gobierno de Nicolás Maduro.
Así las cosas, recurrió al mercado negro, donde encontró una solución
aparente: un proveedor capaz de entregar, de golpe, papel higiénico para
varios meses. El precio era alto, pero no tenía elección: su empresa
corría peligro. Por desgracia, conseguir suficiente papel higiénico no
acabó con el calvario de Carlos.
En cuanto la entrega llegó a la fábrica,
la policía secreta entró en escena. Se incautaron del papel higiénico y
afirmaron que habían desbaratado una importante operación de
acaparamiento, parte de la “guerra económica” respaldada por Estados
Unidos que, según el Gobierno de Maduro, es la principal causante de la
escasez. Carlos y tres de sus principales directivos se enfrentaban a un
proceso penal y a una posible condena de cárcel. Y todo por el papel
higiénico.
Carlos es una de las personas reales detrás de esas historias chistosas del tipo “no hay papel higiénico en Venezuela”, que utilizan la crisis del país para conseguir risas y clics.
Pero a los venezolanos el giro siniestro que ha dado nuestro país no
nos hace ni pizca de gracia. El experimento del “socialismo del siglo
XXI” propuesto por Hugo Chávez, el autodenominado paladín de los pobres que juró repartir la riqueza del país entre las masas, ha sido un cruel fracaso.
Farmacias como ésta, situada en Caracas, sufren la falta de medicamentos esenciales. Miguel Gutiérrez Efe
Los países en vías de desarrollo, como
los adolescentes, son propensos a tener accidentes. Se diría que casi
esperamos que tengan una crisis económica, una crisis política, o ambas,
con cierta regularidad. Las noticias que llegan de Venezuela —como la
escasez de productos básicos y, más recientemente, los disturbios provocados por apagones, la imposición de una semana laboral de dos días para los funcionarios,
supuestamente para ahorrar energía, y una campaña para expulsar al
presidente que cobra cada vez más impulso— son tan funestas que resulta
fácil tacharlas como uno más de esos episodios recurrentes.
Pero eso sería un error. Lo que nuestro
país está viviendo es algo monstruosamente único en los tiempos que
corren: ni más ni menos que el hundimiento de un país grande, rico,
aparentemente moderno y democrático, a solo tres horas en avión de
Estados Unidos.
En los últimos dos años, Venezuela ha
vivido ese tipo de implosión que casi nunca ocurre en un país de renta
media a menos que haya una guerra: las tasas de mortalidad se disparan;
los servicios públicos se desmoronan uno tras otro; la inflación
de tres cifras ha sumido a más del 70% de la población en la pobreza;
una oleada de crimen incontrolable obliga a la gente a permanecer
encerrada en sus casas; los consumidores tienen que hacer cuatro o cinco
horas de cola para comprar; los recién nacidos, y también los ancianos y
enfermos crónicos, mueren por la falta de medicamentos y aparatos
sencillos en los hospitales. Ahora hay una auténtica hambruna en el
país.
¿Pero por qué? No es que al país le
falte dinero. Sentado sobre las reservas de petróleo más grandes del
mundo, el Gobierno dirigido primero por Chávez y desde 2013 por Maduro
ha recibido más de un billón de dólares en ingresos derivados del crudo a
lo largo de los últimos 17 años, y no ha tenido que enfrentarse a
ninguna restricción institucional sobre cómo gastar esa bonanza sin
precedentes. Es cierto que el precio del petróleo lleva un tiempo cayendo
—un riesgo que todos preveían, y frente al que el Gobierno no se
preparó—, pero eso difícilmente puede explicar lo que ha ocurrido: la
implosión de Venezuela empezó mucho antes. En 2014, cuando el petróleo
seguía vendiéndose a más de 100 dólares el barril, los venezolanos ya se
enfrentaban a una importante escasez.
El auténtico culpable es el chavismo,
la filosofía imperante nombrada en honor a Chávez y perpetuada por
Maduro, y su asombrosa propensión a la mala gestión (el Gobierno
despilfarró los fondos estatales en inversiones descabelladas), la
destrucción institucional (primero Chávez y luego Maduro se volvieron
más autoritarios y paralizaron las instituciones democráticas del país);
las decisiones políticas sin sentido (como los controles de precios y
divisas) y el hurto puro y duro (la corrupción ha proliferado entre un
sinfín de mandatarios y sus familiares y amigos).
Un buen ejemplo son los controles de
precios, que se aplican a más y más productos: alimentos y medicamentos
vitales, sí, pero también baterías de coches, servicios médicos,
desodorantes, pañales y, cómo no, papel higiénico. El objetivo aparente
era controlar la inflación y hacer los productos asequibles para los
pobres, pero cualquiera con unas nociones básicas de economía podría
haber previsto las consecuencias: cuando los precios se fijan por debajo
del coste de producción, los vendedores no pueden permitirse reponer
los estantes. Los precios oficiales son bajos, pero es un espejismo: los
productos han desaparecido.
Cuando un país está en pleno proceso de
hundimiento, las dimensiones de la decadencia se retroalimentan, creando
un ciclo para el que no hay solución. Los regalos populistas, por
ejemplo, han fomentado el ruinoso flirteo de Venezuela con la
hiperinflación, y el Fondo Monetario Internacional prevé que los precios
suban un 720% este año y un 2.200% en 2017.
El Gobierno prácticamente regala la gasolina: según los tipos de cambio
del mercado negro, con un billete de 100 dólares se puede comprar
suficiente combustible para dar la vuelta al mundo 11 veces a bordo de
un Hummer H1. Es el mismo tipo de política descabellada que ha sumido al
Estado en una escasez de fondos crónica, obligándolo a imprimir cada
vez más dinero para financiar sus gastos, lo que espolea aún más la
inflación. Más útil que el debate teórico sobre las fuerzas profundas
que han destruido la economía de Venezuela, desgarrado su sociedad y
arrasado sus instituciones es ofrecer algunos relatos que ilustran una
crisis humanitaria por la que nadie rinde cuentas.
¿Quién mató a Maikel Mancilla?
A sus 14 años, Maikel Mancilla llevaba
seis luchando contra la epilepsia. Su enfermedad estaba más o menos
controlada gracias a la lamotrigina, un anticonvulsivo corriente para el
que se necesita receta. Conseguirlo era desde hace tiempo una lucha
para su familia, pero a medida que aumentaba el desfase entre el coste
real del fármaco y el precio máximo que las farmacias podían cobrar,
encontrarlo se volvió imposible.
El 11 de febrero, la madre de Maikel,
Yamaris, le dio la última pastilla de lamotrigina que había en su
botiquín; a ninguna de las farmacias a las que acudió le quedaban
anticonvulsivos. Yamaris recurrió a las redes sociales —que actualmente
en Venezuela están repletas de gente desesperada en busca de unos
medicamentos que escasean—, pero no hubo suerte. Durante los días
posteriores, Maikel sufrió una serie de ataques epilépticos cada vez más
graves, ante la mirada impotente de su familia. El 19 de febrero, a la
1.15 de la madrugada, murió a causa de una insuficiencia respiratoria.
El caso de Maikel no es único. El hundimiento del sistema sanitario y la escasez de medicamentos
se cobran vidas todos los días. Los pacientes psiquiátricos que sufren
esquizofrenia tienen que apañarse sin antipsicóticos. Decenas de miles
de pacientes seropositivos se las ven y se las desean para encontrar los
antirretrovirales. Los enfermos de cáncer no disponen de quimioterapia.
Incluso la malaria —que prácticamente había desaparecido de Venezuela
hace una generación y se puede tratar con medicamentos baratos— ha
regresado con resultados mortíferos.
El piloto de carreras
Mientras los venezolanos morían por la
falta de medicamentos básicos, su Gobierno socialista radical gastaba
decenas de millones al año para que su compatriota Pastor Maldonado
compitiese en el circuito mundial de Fórmula 1. Maldonado, amigo de las
hijas del presidente Chávez, solo logró ganar una sola carrera en cinco
años de competición. Así y todo, la petrolera estatal de Venezuela,
PDVSA, gastaba más de 45 millones de dólares al año para que Maldonado
siguiese corriendo con su logo. Este año, Maldonado, cuya costumbre de
estrellarse una carrera sí y otra también acabó valiéndole el apodo de Crashtor, se vio obligado a abandonar el circuito de Fórmula 1, cuando PDVSA no pudo aportar el dinero del patrocinio.
La generosidad de Chávez y Maduro con el
petróleo venezolano es legendaria. Han repartido el dinero del crudo
por todo el planeta, desde los 18 millones de dólares pagados a Danny
Glover en 2007 para producir una película ideológicamente apropiada (que
sigue sin verse) hasta los millones gastados para mantener a flote la
economía cubana o financiar a movimientos de izquierdas desde El
Salvador hasta Argentina, pasando por España y más allá.
El robo del almuerzo
Entretanto, el Gobierno venezolano ni
siquiera puede garantizar el sistema de derecho más elemental, lo que
convierte a Caracas, la capital, en una de las ciudades con más asesinatos del mundo.
Los traficantes de droga dominan amplias zonas rurales. En las
cárceles, los líderes de las bandas disponen de armas militares y los
ataques con granadas ya no son una novedad. Hasta los niños sufren
robos. En el colegio de Nuestra Señora del Carmen, en El Cortijo, un
barrio desfavorecido de Caracas, los suministros del comedor escolar ya
han sido robados dos veces este año. El segundo robo supuso que el
colegio no pudiese dar de comer a los niños durante una semana.
En otros sitios, el comedor escolar ha
dejado de funcionar. En las comunidades más pobres, los padres optan por
sacar a sus hijos del colegio: son más útiles haciendo cola a las
puertas de un supermercado que sentados a sus pupitres, ya que para
optar a las raciones adicionales para sus hijos los padres tienen que
llevar a los niños en persona a la tienda. El régimen colocó hace tiempo
la educación en el centro de su propaganda, pero la realidad actual es
que a una generación de niños desfavorecidos se les está negando la
educación a causa del hambre.
Al mismo tiempo, la Asamblea Nacional,
controlada por la oposición, denuncia el robo de unos 200.000 millones
de dólares mediante estafas en la importación de alimentos desde 2003.
El brote de crimen alimenta el brote de Zika
Venezuela se enfrenta a uno de los peores brotes de zika de Sudamérica. El Instituto de Medicina Tropical de la Universidad Central de Venezuela
—eje de las respuestas del país a las epidemias tropicales— fue
desvalijado hasta 11 veces, que se dice pronto, en los dos primeros
meses de 2016. Los últimos dos robos dejaron al laboratorio sin un solo
microscopio. Así resulta imposible que los investigadores puedan hacer
su trabajo. Además, los intentos por reparar el daño se ven afectados
por las mismas disfunciones que afligen al resto de la economía:
simplemente no hay dinero para sustituir el costoso equipo importado que
los criminales robaron.
Otros aspectos del hundimiento del
Estado también agravan la crisis del zika. La infraestructura hidráulica
de las ciudades venezolanas se está viniendo abajo tras casi dos
décadas de negligencia. Este año, además, el fenómeno El Niño ha provocado una grave sequía.
Las empresas de agua públicas han respondido a la rebaja del nivel de
las reservas con duras medidas de racionamiento. Algunos barrios pobres
pasan días e incluso semanas sin agua corriente. La mayoría de las
personas llenan varios cubos cuando se restablece el servicio,
preparándose para los periodos secos. Y almacenar agua en cubos es
precisamente lo último que hay que hacer cuando uno se enfrenta a una
epidemia: los recipientes se convierten en zona de cría para los
mosquitos que transmiten el virus del zika, la chikunguña, el dengue e
incluso la malaria.
Falta electricidad y sobra impunidad
Vivir sin agua y sin electricidad se ha
vuelto una realidad cotidiana. Las empresas públicas tienen problemas
para mantener suficiente agua en las reservas para evitar un colapso
total de la red eléctrica. No tendría por qué ser así. Desde 2009 se han
destinado centenares de millones de dólares a construir nuevas plantas
de energía a base de diésel y gas natural, cuyo objetivo era aliviar la
presión de una red hidroeléctrica antigua. Sin embargo, buena parte de
la capacidad nunca llegó al sistema, y nunca se rindieron cuentas sobre
el dinero, que fue desviado.
Es un reflejo de la impunidad que reina
en todos los ámbitos del Estado. El 4 de marzo, 28 mineros
desaparecieron cerca de la frontera brasileña, y los testigos hablan de
una masacre. Hasta ahora solo se ha detenido a cuatro personas: son
familiares de las víctimas, que habían osado pedir justicia. A finales
del año pasado, dos sobrinos de la poderosa primera dama fueron
arrestados en Haití por agentes de la DEA por tráfico de cocaína. La
reacción de la primera dama fue acusar a la DEA de secuestrar a sus
sobrinos.
¿Y qué pasó con Carlos, nuestro
empresario en busca de papel higiénico? Tras ser arrestado con absurdos
cargos de “acaparamiento”, cayó en la cuenta de que aquello solo era una
extorsión por parte de la policía. “Su oferta inicial fue alta, del
orden de los cientos de miles de dólares”, asegura. Al final, los
agentes retiraron los cargos a cambio de unas decenas de miles de
dólares.
No es posible entender la Revolución
Bolivariana y su fracaso sin incorporar en el análisis el enorme impacto
que ha tenido el masivo saqueo del erario público por parte de
funcionarios, oficiales militares y sus cómplices del “nuevo sector
privado”, la burguesía bolivariana enchufada al Gobierno. En Venezuela
la cleptocracia disfrazada de ideología socialista y amor a los pobres
destruyó al Estado. Es urgente comenzar la reconstrucción de un país
devastado.
Moisés Naím es distinguished fellow de la Fundación Carnegie para la Paz Internacional.
Francisco Toro es editor de CaracasChronicles.com
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