Un populismo que no cede
Por Alberto Benegas Lynch (h)
Hay quienes se pronuncian en contra de
los populismos pero en los hechos los patrocinan, al suscribir con
medidas francamente estatistas. Entre muchos argentinos se observa con
alarma la semilla del gobierno anterior, aunque se dicen opositores al
kirchnerismo. Es paradójico: critican los 12 años de gestión
gubernamental y se fascinan ante la posibilidad de que se procese y
condene a la ex presidenta y sus colaboradores, pero al mismo tiempo
alaban sus políticas. No parecen percatarse de que lo que en realidad
reclaman es kirchnerismo de buenos modales y sin corrupción.
Tampoco advierten que, más allá de tal o
cual gobernante, lo relevante es el sistema que hace posible y estimula
la corrupción, es decir, una estructura estatista que permite el uso
discrecional del poder. Recordemos el dictum de Lord Acton: "El
poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente".
Por un lado, entonces, detestan la corrupción, y por el otro la
alientan, al apoyar el intervencionismo estatal que inexorablemente la
genera.
El argumento es más o menos siempre el
mismo: yo manejo bien mi patrimonio, pero el resto es incapaz y requiere
un "experto" gubernamental que maneje bien el fruto de su trabajo; de
lo contrario, lo invertirá mal. Olvidan que uno de los ejes centrales de
la sociedad abierta consiste en el proceso del mercado libre y
competitivo, donde los que aciertan en la satisfacción de las
necesidades ajenas obtienen ganancias y los que yerran incurren en
quebrantos. Así, el sistema hace que los siempre escasos recursos estén
en las mejores manos. Este mejor aprovechamiento permite aumentar las
tasas de capitalización, que es lo que hace que los salarios e ingresos
aumenten.
Esto está bien ilustrado en el título de uno de los libros del premio Nobel de economía Friedrich Hayek, La fatal arrogancia. Los errores del socialismo.
Es así: se trata de la soberbia de megalómanos que pretenden manejar
por la fuerza vidas y haciendas de terceros. No es que el liberalismo
sea perfecto -la perfección no está al alcance de los mortales-, pero se
trata de minimizar costos y convertir en políticamente posible lo que
al momento no lo es. Sostener que en política se hace lo que se puede es
una perogrullada, el asunto es empujar en la buena dirección "desde el
llano"; en el caso argentino, esto apunta a suscribir con el paradigma
alberdiano.
El conocimiento está disperso y
fraccionado entre millones de personas, las señales de los precios
coordinan el proceso para la mejor asignación de recursos. La intención
de los burócratas-planificadores resulta irrelevante, pues la decisión
política necesariamente será distinta de lo que decida la gente en
libertad (si fuera igual, no habría necesidad de consumir fondos para
pagar emolumentos innecesarios; además, para saber qué requiere la gente
hay que dejar que se exprese).
En el actual contexto argentino, temas
monetarios, fiscales, laborales, de comercio exterior, de protección de
derechos, de ética pública, aparecen en algunos debates en los que
implícitamente se da por sentada la razón kirchnerista, es decir, la
razón del populismo exacerbado. Se plantean reformas que son pura
cosmética, ya que quedan intactas funciones incompatibles con la forma
republicana de gobierno. Se termina "haciendo la plancha", sólo que con
funcionarios de mejores modales.
Es ridículo pensar que puede cambiarse a
un sistema libre si se dejan inalterados los organismos con funciones
creadas y administradas por los populismos y sus respectivas
disposiciones y reglamentaciones. La libertad de que se dispone puede
ser ancha como un campo abierto o puede convertirse en un sendero
estrecho, angosto y oscuro en el que apenas se pasa de perfil. Lo uno o
lo otro depende de que no se restrinja la libertad del prójimo por la
fuerza. No dejamos de ser libres porque no podemos volar por nuestros
propios medios, ni porque no podemos dejar de sufrir las consecuencias
de nuestros actos inconvenientes, ni somos menos libres debido a que no
podemos desafiar las leyes de gravedad ni las leyes biológicas. Sólo
tiene sentido la libertad en el contexto de las relaciones sociales y,
como queda dicho, ésta disminuye cuando se la bloquea recurriendo a la
violencia.
Para medir nuestras libertades, pensemos
en lo que podemos y no podemos hacer. Unas pocas preguntas relativas a
la vida diaria aclararán el tema. ¿Están abiertas todas las opciones
cuando tomamos un taxi? ¿Ese servicio puede prestarse sin que el aparato
estatal decida el otorgamiento de licencias especiales, el color del
vehículo, la tarifa y los horarios de trabajo? Cuando elegimos el
colegio de nuestros hijos, ¿la educación está libre de las imposiciones
de ministerios de educación y equivalentes? ¿Puede quien está en
relación de dependencia liberarse de los descuentos compulsivos al fruto
de su trabajo? ¿Puede elegirse la afiliación o desafiliación de un
sindicato o no pertenecer a ninguno sin sufrir medidas por parte de los
dirigentes? ¿Puede exportarse e importarse libremente sin padecer
aranceles, tarifas, cuotas y manipulaciones en el tipo de cambio?
¿Pueden elegirse los activos monetarios para realizar transacciones sin
las imposiciones del curso forzoso? ¿Hay realmente libertad de contratar
servicios en condiciones pactadas por las partes sin que el Gran
Hermano imponga sus caprichos? ¿Hay libertad de prensa sin contar con
agencias gubernamentales de noticias, pautas oficiales, diarios, radios y
estaciones televisivas estatales? ¿Hay mercados libres con
pseudoempresarios que hacen negocios con el poder de turno en medio de
prebendas y privilegios? ¿Puede cada uno elegir la forma en que preverá
su vejez sin que el aparato estatal succione el salario por medio de
retenciones? ¿Pueden futuras generaciones liberarse de deudas estatales
contraídas por gobiernos que no han elegido y sin que se caiga en la
falacia de las "ventajas intergeneracionales"? Quienes apoyan la
prepotencia de los aparatos estatales no perciben que lo que financia el
gobierno siempre proviene compulsivamente de los bolsillos del vecino,
especialmente de los más pobres.
La decadencia de la libertad no aparece
de golpe. Se va infiltrando de contrabando en las áreas más pequeñas y
se va irrigando de a poco, a fin de producir una anestesia en los
ánimos. Pocos son los que dan la voz de alarma cuando el cercenamiento
de libertades no le toca directamente el bolsillo.
"Se olvida que en los detalles es donde
es más peligroso esclavizar a los hombres -escribió Tocqueville-. Por mi
parte, me inclinaría a creer que la libertad es menos necesaria en las
grandes cosas que en las pequeñas, sin pensar que se puede asegurar la
una sin poseer la otra." Por su lado, Anthony de Jasay consigna: "Amamos
la retórica y la palabrería de la libertad a la que damos rienda suelta
más allá de la sobriedad y el buen gusto, pero está abierto a serias
dudas si realmente aceptamos el contenido sustantivo de la libertad".
¿Cuántas personas hay que no hacen nada
por la libertad? ¿Cuántos hay que creen que son otros los encargados de
asegurarles el respeto a sus derechos? ¿Cuántos son los indiferentes
frente al avasallamiento de la libertad de terceros? ¿Cuántos los que
incluso aplauden el entrometimiento insolente del Leviatán siempre y
cuando no afecte sus intereses de modo directo?
Entonces, ¿por qué ser libres? Por la
sencilla razón de que de ese modo confirmamos la categoría de seres
humanos y no nos rebajamos y degradamos en la escala zoológica, por
motivos de dignidad y autoestima, para honrar el libre albedrío del que
estamos dotados, para poder mirarnos al espejo sin que se vea reflejado
un esperpento, para liberar energía creadora y así mejorar el nivel de
vida y, sobre todo, para poder actualizar nuestras únicas e irrepetibles
potencialidades.
Presidente del consejo académico de la Fundación Libertad y Progreso.
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