¿Hacia otra Argentina?
Por Álvaro Vargas Llosa
Se necesita haber conocido de cerca la Argentina del populismo de los 12 años anteriores para entender que el cambio que representa Mauricio Macri es mayor del que parece a simple vista desde el exterior. El más importante no es el económico o el político, ni el institucional, sino el del temperamento.
Una de las críticas que se hacen a Macri
desde sectores ajenos al peronismo es carecer de un gran relato, no
hacer un esfuerzo retórico suficiente, haber descomprimido en exceso la
vida política despojándola de intensidad. Da una idea muy cabal del daño
que causa a una sociedad su excesiva politización -algo que, dicho sea
de paso, es una de las posibles definiciones del populismo- el que la
ausencia de demagogia se perciba como un defecto. Lo es aun más el que
se perciba como un defecto desde las filas amigas, desde el bando de los
partidarios, o al menos de los esperanzados.
Para Macri -con quien un grupo de
personas tuvimos ocasión de conversar esta semana en el marco de unas
actividades organizadas por la Fundación Libertad de Rosario- no hay
objetivo más importante que devolver a su país eso que llama
“normalidad”. Pero resulta que para una gran parte de su sociedad la “normalidad” es lo contrario de lo que él entiende por “país normal”.
Sucesivas capas de populismo han ido acumulando en la psiquis de los
argentinos una cierta expectativa de lo que debe ser un gobernante y de
lo que debe ser un Estado. Esa expectativa, que los interregnos no
populistas no pudieron modificar sustancialmente en las últimas décadas,
está hecha de dos elementos. Uno tiene que ver con la función del poder
político como agente de bienestar; el otro, con el líder político como
un suplantador de la realidad que construye en el imaginario colectivo
un país justo en base a su discurso, que nada tiene que ver con la
experiencia real.
Por eso es tan “raro” hablar con Macri,
oír una rueda de prensa suya o asistir a un discurso presidencial en la
Argentina de hoy. Aunque está tratando de desmontar la herencia
populista de forma gradual en lugar de velozmente, y pretende evitar que
traten de hacer con él los peronistas lo que hicieron con otros
mandatarios no peronistas en el pasado, lo cierto es que el cambio temperamental que ha llevado a cabo es más bien drástico.
Tan drástico que, para parte de una sociedad acostumbrada a creer que
lo real es lo que le cuentan y no lo que sucede de verdad, equivale a un
cambio traumático más que a un plan de reformas moderado y de tono
amable.
Él parece entender con intuición de
político cauto este desfase entre su temperamento y el de la sociedad a
la que el populismo malacostumbró durante tanto tiempo. De allí que
quienes tuvimos ocasión de conversar con él le oyéramos decir que se
sentiría muy satisfecho si al cabo de su gestión pudiera decirse que el
país ha recobrado la normalidad y empezado a modificar su cultura
política.
¿Qué significa cambiar la cultura
política? Algo que suena más sencillo de lo que es: entender que la
política tiene un rol acotado en el destino de una sociedad y que es la
gente, no el Estado, la que protagoniza lo que esa sociedad es capaz de
lograr en el campo de la empresa, las artes, la ciencia y todos los
demás quehaceres humanos.
Si uno oye el discurso del
kirchnerismo contra Macri tiene la impresión de que el actual presidente
y líder del PRO está llevado a cabo una draconiana revolución
capitalista dictada por la explotación del débil y la complicidad con el imperialismo estadounidense. Y en realidad lo que está haciendo es un cuidadoso reacomodo de las funciones del gobierno y de la sociedad;
tan cuidadoso, que algunos liberales lo acusan de hacer un kirchnerismo
con buenos modales o de poner en peligro el éxito de su gobierno con un
gradualismo excesivo, del que es símbolo el ministro de Hacienda,
Alfonso Prat-Gay, cuya cartera los que quieren avanzar más rápido
hubieran preferido que ocupe quien preside el Banco de La Nación, Carlos
Melconian, por ejemplo. Y tan cuidadoso, que existe el riesgo, del que
son muy conscientes los ministros de Macri con quienes pude conversar,
de que el capital político del macrismo se erosione antes de acabar de
hacer las reformas y por tanto todo se complique.
Por ahora, sin embargo, el gobierno mantiene la ventaja de las expectativas sobre sus adversarios.
Aunque a Macri ya no lo aprueba el 70% del país, su respaldo sólo ha
caído 10 puntos a pesar de que ha tenido que reducir subsidios -y por
tanto provocar aumento de las tarifas de servicios de distinto tipo- y
gastos en general, y de que ha evitado el método del shock para frenar
la inflación (que ascenderá este año a 28%, por tanto será todavía
bastante alta). El Banco Central no está reduciendo la emisión monetaria
-o retirando dinero del mercado- al ritmo al que lo hicieron, por
ejemplo, algunos gobiernos drásticos del poscomunismo en Europea Central
porque no quiere provocar un trauma social.
El gobierno ha preferido en estos meses
poner el mayor énfasis en otros aspectos, como la reducción de
retenciones a las exportaciones, la liberalización del comercio, la
reinserción en los mercados de capitales del mundo y, por supuesto, el
levantamiento de un control de divisas que había dado origen a ese
mercado negro que fue una de las señas distintivas de la gestión
kirchnerista. También se ha abocado a devolver a la estadística oficial
esa credibilidad que se había esfumado, aunque esta tarea todavía está
inconclusa por el desastre administrativo heredado.
En el plano institucional, que
es a la larga lo más importante pero a la corta lo menos fácil de
percibir, también ha habido avances. Macri piensa que parte de
ese cambio de cultura política que el país requiere tiene que ver con la
idea de que las instituciones recobren una condición impersonal. Por
eso mismo, él no se mete, ni sus ministros se meten, en ellas. Hay
quienes les piden acelerar las investigaciones sobre la milyunanochesca
corrupción del kirchnerismo, meter presa a la ex presidenta, expulsar de
golpe a las “fichas” que el régimen populista colocó en distintas
instancias. Pero para que las instituciones hagan su trabajo -y los
empresarios, por ejemplo, comprendan que ya se terminaron los tiempos en
que sus decisiones dependían de lo que un ministro les permitía o
prohibía mediante un telefonazo-, hace falta despolitizarlas. A
una sociedad politizada -en el sentido de estar penetrada por la
política, no interesada en ella- le cuesta trabajo pasar de la noche a
la mañana de un ambiente regido por mandones políticos a otro regido por
reglas impersonales. De allí que haya todavía gremios que no se adecuan a la nueva realidad.
Es perturbador comprobar hasta qué punto
el kirchnerismo logró inculcar malos hábitos a amplios sectores de la
sociedad (esos malos hábitos no empezaron con los Kirchner, pero sí se
reforzaron mucho). No son pocos los periodistas antikirchneristas que
esperan de Macri lo mismo que Kirchner daba a los periodistas de su
maquinaria: acceso privilegiado o información útil contra el otro, o
unas ciertas directivas. Ni son pocos los sindicalistas que creen que no
estar maniatados o sobornados o mediatizados por el kirchnerismo es una
razón para expresar su nueva libertad tratando de destruir al gobierno
que recién empieza porque esa es la función de un gremio de
trabajadores. Ni son pocos quienes, en la judicatura, esperan algo así
como instrucciones, o al menos señales, para actuar en un sentido u
otro. Son remanentes culturales del populismo autoritario que tardarán
en desaparecer, si es que alguna vez desaparecen.
Por tanto, surge la pregunta: ¿Corre el tiempo a favor o en contra de Mauricio Macri?
Una tesis es que corre en contra porque a medida que crezca el
descontento por el ajuste fiscal y se reagrupe el kirchnerismo, el
gobierno irá perdiendo piso político, y acaso eso se vea reflejado en
las legislativas del próximo año, que podrían agravar la situación de
minoría parlamentaria en que se encuentra el gobierno. La tesis
contraria dice que -salvando las enormes distancias- sucederá algo
parecido a lo que ocurrió con la primera etapa de Carlos Menem: una vez
estabilizada la economía y pasados esos primeros meses de incertidumbre,
volverán las inversiones y con ellas el empleo, y por tanto se irá
erosionando la base social del populismo. A lo cual, añade, a esta tesis
hay que sumar el hecho de que el vía crucis judicial del kirchnerismo
sólo está empezando y puede acabar llevando a muchos ex funcionarios a
la cárcel (y mantener a otros, incluida Cristina Kirchner, enredada en
un sinnúmero de procesos que la tendrán ocupada).
En lo personal, creo que la clave de todo será la inflación.
Si el gobierno logra -pagando el costo inevitable en el corto plazo-
domeñarla, el capital político del que se dotará le dará un margen para
más reformas, ampliará su base parlamentaria y obligará a muchos
gobernadores e intendentes peronistas a ser cautos, si no sumisos, con
la Casa Rosada. Si, en cambio, por temor a resucitar al peronismo, el
gobierno no reduce el gasto -ni el Banco Central la emisión- todo lo
necesario, un número grande de argentinos empezará a olvidar las
distancias que separan al gobierno del cambio cultural del gobierno
populista, y reinará la confusión. Una confusión que podría revivir al
kirchnerismo, o a otros de los muchos “ismos” que componen el peronismo.
Apunto algo más a modo de conclusión. Argentina ha regresado como país de referencia en la región.
Había desaparecido de la preocupación internacional. No es que se
tuviera una mala opinión de la Argentina; esa etapa ya había pasado y la
había sucedido una nueva etapa, que era la de la inexistencia del país
como “asunto” latinoamericano. Hoy, no hay reunión sobre América
Latina donde el “qué está sucediendo” en la Argentina no compita con el
“qué va a suceder en Brasil” como tema principal (seguidos
ambos de Venezuela, que sin embargo pierde fuelle otra vez como tema de
referencia a pasos acelerados, para desgracia de los demócratas
venezolanos). Sólo eso es ya un mérito del Presidente Macri: habernos
recordado que la tierra de Alberti y Sarmiento, de Borges y Quiroga, y
por supuesto de las grandes proezas económicas de la segunda mitad del
siglo XIX y la primera del XX, no se había extinguido.
¿Logrará Macri, a diferencia de los
anteriores gobiernos no peronistas, sobrevivir? Las condiciones para
ello son auspiciosas. Pero la paciencia de un país donde, como no se
cansa de recordar el ministro de Cultura, un hombre de 50 años venido
del mundo editorial, ya una inmensa mayoría de ciudadanos vivieron toda
su vida en democracia, es corta. El tiempo, pues, apremia.
Será fascinante ver cómo se llevan en los meses y años que vienen el
temperamento de corredor de fondo de Macri y la cultura política del
aquí y ahora de buena parte de sus conciudadanos.
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