Tres consecuencias de la crisis brasileña
Por Carlos Alberto Montaner
Dilma Rousseff afirma que le dieron un
golpe de Estado. No es verdad. Le aplicaron la Constitución con saña
política, pero dentro de los márgenes de la ley. Los poderes legislativo
y judicial la desalojaron de la casa de gobierno mientras se lleva a
cabo un proceso de impeachment. En 1992, con la entusiasta
ayuda del Partido de los Trabajadores (el de la señora Rousseff), fue
expulsado el presidente Fernando Collor de Melo por el mismo
procedimiento. El que a impeachment mata a impeachment muere.
La salida de Dilma tiene (al menos) tres tremendas consecuencias políticas y sociales.
En el plano internacional se descabeza
el loco proyecto del Socialismo del Siglo XXI. Aunque Brasil no formaba
parte del núcleo duro (Cuba, Venezuela, Ecuador, Bolivia y Nicaragua),
el godfather de esa banda era el profesor marxista Marco
Aurelio García, fundador y arquitecto del Foro de Sao Paulo, amigo de
las FARC, gran consejero de Lula da Silva y de Dilma Rousseff y hombre
muy cercano a los servicios cubanos de inteligencia.
Ello ocurre en el peor momento para la corriente populista en América Latina, hoy en caída libre.
Sucede tras la imputación por cohecho
(recibir sobornos) a Cristina Fernández de Kirchner y a su hijo Máximo,
por lo cual pueden acabar en la cárcel, y junto a la inmensa crisis
venezolana, que arrastrará a Nicolás Maduro si la oposición consigue que
se cumplan las leyes y logra llevarlo a las urnas por medio del proceso
revocatorio.
Acaece poco después de la caída en
picado de la popularidad de Michelle Bachelet por la corrupción de la
que acusan a su hijo, y de la sacudida económica que estremece a
Ecuador, cuyo gobierno, carente de recursos, ya consume un 44% del PIB
nacional (era un 22 cuando Correa llegó al poder).
La segunda consecuencia importante de la
salida de Dilma tiene que ver con la reevaluación de los programas
asistencialistas ejecutados por el gobierno del Partido de los
Trabajadores (PT). Se suponía que el plan de ayuda “Bolsa Familia” (en
realidad, creado bajo otros nombres por Fernando Henrique Cardoso) era
un modelo para la inclusión social y el fin del hambre y la pobreza en
el país, pero cada año son más los brasileños que solicitan la
asistencia del Estado.
En sus inicios, unos doce millones de
personas recibían una cantidad en metálico, sujeta a que vacunaran a los
hijos y los enviaran a la escuela –lo que es una magnífica idea–, pero
hoy percibe ese dinero un 26% del país: más de 50 millones de
brasileños. ¿Cómo puede proclamar el PT, como si fuera un triunfo, tras
más de una década en el poder, que hay menos pobres y se ha terminado el
hambre, cuando el número de personas adscritas a “Bolsa Familia” se ha
cuadruplicado? Eso, en gran medida, es un contrasentido.
Hay un elemento perverso en medir la
calidad de los gobiernos por la intensidad del gasto social en que
incurren. Siempre es necesario y justo ayudar a quienes lo necesitan,
pero el objetivo de cualquier sociedad basada en la existencia de la
propiedad privada y el mercado libre (como es Brasil teóricamente), debe
ser crear las condiciones materiales y subjetivas para que cada familia
sea capaz de sostenerse adecuada y responsablemente sin necesidad de
acudir a las transferencias de recursos de quienes lo han conseguido
previamente.
Dicho sea de paso, Lula da Silva y Dilma
Rousseff no inventaron el populismo ni la corrupción en Brasil. Se
limitaron a llover sobre mojado. El gigante latinoamericano tiene una
vieja tradición populista en la que comparecen todos los ingredientes
del mercantilismo: clientelismo, capitalismo de amiguetes,
proteccionismo, y un largo etcétera que inevitablemente desemboca en la
corrupción.
Afortunadamente, la tercera e
importantísima consecuencia tiene que ver con eso: el surgimiento de la
conciencia de que hay que luchar contra la corrupción, no sólo porque
esa práctica nefasta encarece todos los bienes y servicios que la
sociedad adquiere, sino porque pudre el sistema político y los
fundamentos morales en un país que ya estaba especialmente predispuesto y
anestesiado.
¿Para qué esforzarse en estudiar y
trabajar si todo lo que hay que hacer es mediar entre el gobierno y la
corrupta empresa privada (Odebrecht) o pública (Petrobrás) para
conseguir una buena tajada que debe repartirse con los políticos y
funcionarios? El joven juez federal Sergio Moro se ha convertido en un
ídolo nacional y la operación que dirige, Lava Jato, en la urgente
llamada de atención sobre la corrupción, un mal cuyo alivio no puede
esperar un día más.
¿Será Brasil, por fin, el país del futuro? Esta crisis puede ser un buen punto de partida. Ojalá así sea.
El autor es periodista y escritor. Su último libro es la novela Tiempo de Canallas.
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