Capítulo XI del libro La Ética de la Libertad de Murray Rothbard.Existen, pues, dos clases de títulos de propiedad de tierras éticamente nulos:1 el «feudalismo», en el que se da una agresión permanente de los detentadores de títulos contra los campesinos dedicados a la transformación del suelo; y la acumulación de tierra que recurre a reclamaciones arbitrarias sobre tierras vírgenes para mantener alejados de ellas a unos primeros colonizadores. Podemos aplicar a ambas formas la denominación de «monopolio de tierras», no en cuanto que una persona o grupo de personas posea todas las tierras de la sociedad, sino en el sentido de que en ambos casos se imponen reclamaciones arbitrarias sobre la propiedad del suelo, contraviniendo la norma libertaria de que esta propiedad sólo existe a favor de sus transformadores actuales, sus herederos o sus cesionarios.2
Los monopolios sobre las tierras están mucho más difundidos en el mundo moderno de lo que la mayoría de la gente —especialmente en Norteamérica— parece creer. En los países subdesarrollados, sobre todo en Asia, el Oriente Medio y América Latina, las posesiones de tipo feudal constituyen un problema social y económico de crucial importancia, con o sin el acompañamiento de condiciones de semiservidumbre sobre la población campesina. De hecho, los Estados Unidos son una de las pocas regiones del mundo enteramente libres de feudalismo, debido a un feliz accidente de la evolución histórica.3
Como los norteamericanos han conseguido evitar en gran medida las situaciones feudales, les resulta difícil comprender en toda su amplitud la gravedad del problema. Esto es particularmente cierto en el caso de los economistas estadounidenses del laissez-faire, que tienden a circunscribir sus recomendaciones para los países retrasados a la alabanza de las virtudes del libre mercado. Pero estas alabanzas caen en oídos sordos, porque este mercado libre de los conservadores norteamericanos no consigue poner fin al feudalismo y al monopolio de las tierras ni traspasar los títulos de propiedad de las mismas, sin compensaciones, al campesinado. Y como la agricultura es siempre el sector más abrumadoramente destacado en los países subdesarrollados, sólo puede implantarse en ellos un mercado verdaderamente libre y una verdadera sociedad libertaria fiel a la justicia y a los derechos de propiedad poniendo fin a las injustas reclamaciones feudalistas de propiedad. Los economistas utilitaristas, basados en una teoría no ética de los derechos de propiedad, sólo pueden recurrir a la defensa del status quo de hecho existente, fuera el que fuere; en nuestro caso, por desgracia, el status quo de la supresión feudal de la justicia y de cualquier tipo auténtico de mercado libre en el campo o la agricultura. Ignorar estos problemas acerca de la tierra significa que los norteamericanos y los países subdesarrollados hablan dos lenguas diferentes y que los unos son incapaces de comprender la posición de los otros.
Los conservadores norteamericanos insisten en particular en resaltar ante los países retrasados las grandes posibilidades y la importancia de las inversiones privadas procedentes de los países avanzados, y les incitan a crear un clima favorable a las mismas, de modo que no se vean sujetas al hostigamiento de los gobernantes. Todo ello es muy cierto, pero, una vez más, a menudo es irreal, dada la situación de estos países. Estos conservadores caen persistentemente en el error de no saber distinguir entre las inversiones exteriores legítimas del mercado libre y las basadas en concesiones monopolistas y en donaciones de vastas extensiones de tierras otorgadas por los Estados Subdesarrollados. En la medida en que las inversiones exteriores se basan en monopolios y en agresiones contra el campesinado, en esa misma medida adquiere el capitalismo extranjero las características de los señores feudales y debe ser combatido con los mismos medios.
El destacado intelectual mexicano de izquierdas Carlos Fuentes ha proporcionado una conmovedora expresión a estas verdades, bajo la forma de mensaje al pueblo norteamericano:
Vosotros habéis vivido cuatro siglos de desarrollo ininterrumpido bajo estructuras capitalistas, mientras que los países latinoamericanos han tenido que soportar cuatro siglos de subdesarrollo bajo estructuras feudales… Los orígenes norteamericanos se remontan a la revolución capitalista… Partieron de cero, como una sociedad virgen, totalmente identificada con los tiempos modernos, sin el lastre del feudalismo. Latinoamérica, establecida a modo de apéndice del orden social —ya en su ocaso— de la Edad Media, heredó sus obsoletas estructuras, absorbió sus vicios y los convirtió en instituciones situadas en el borde exterior de la revolución del mundo moderno… Los latinoamericanos caminaron desde la esclavitud… al latifundio, a la negación de derechos políticos, económicos y culturales para las masas, una especie de aduanas frente a las ideas modernas… Los norteamericanos deben comprender que el drama de América Latina surge de la persistencia de aquellas estructuras feudales a lo largo de cuatro siglos de miseria y de estancamiento, mientras ellos se hallaban en el centro mismo de la revolución industrial y cultivaban una democracia liberal…4No es preciso indagar mucho para hallar ejemplos de agresiones contra los campesinos y de monopolios en el mundo moderno. De hecho, son innumerables. Podríamos citar uno no muy alejado de nuestro hipotético rey de Ruritania: «El sha es dueño de más de la mitad de las tierras arables de Irán, país originariamente controlado por su padre. Sus propiedades abarcan 10.000 aldeas. Hasta ahora, este gran reformador ha vendido dos de ellas.»5 Presenta un caso típico de inversiones extranjeras combinadas con agresiones contra la tierra una compañía minera norteamericana de Perú, la Cerro de Pasco Corporation. Hace 50 años, esta compañía compró legalmente los terrenos de una orden religiosa y, en 1959, comenzó a invadir y apoderarse de las propiedades de los campesinos indios del contorno. Los indios de Rancas que se negaron a vender sus propiedades fueron asesinados por campesinos a sueldo de la compañía. Los indios de Yerus Yacán acudieron a los tribunales para poner coto a las tropelías de la compañía, pero gente pagada por ésta incendió los pastos y destruyó las chozas de los aborígenes. Cuando éstos, mediante una acción de masas no violenta, volvieron a tomar posesión de sus tierras, el gobierno peruano, por orden de los propietarios de Cerro de Pasco y de los latifundistas regionales, envió al ejército, que invadió, asaltó, expulsó o asesinó a la población inerme.6
¿Cuál ha de ser nuestro punto de vista respecto a las inversiones en países productores de petróleo, que son hoy día una de las formas más importantes de inversiones extranjeras en países subdesarrollados? El error más notable de la mayoría de los analistas es emitir o una aprobación total o un total rechazo, cuando la verdad es que la respuesta depende de que, en cada caso concreto, sean, o no, justos los títulos de propiedad. Cuando una compañía —nacional o extranjera— reivindica un campo petrolífero que ha descubierto y explotado, le asiste un justo derecho de propiedad privada en virtud del principio de «colonización» y es injusto que el gobierno del país subdesarrollado imponga tributos o controles a la compañía. Y si el gobierno insiste en reclamar la propiedad del terreno mismo y sólo concede a la sociedad explotadora el petróleo, esta pretensión gubernamental es (como veremos más adelante) ilegítima e inválida, porque en virtud de su función colonizadora la compañía es la dueña auténtica, no simple arrendadora, del campo petrolífero.
Por otro lado, hay casos en los que la compañía petrolífera se sirve del gobierno de un país subdesarrollado para hacerse otorgar por anticipado la concesión, en régimen de monopolio, del derecho a efectuar perforaciones en vastas extensiones de tierra, que incluye a veces el recurso a la violencia para expulsar a los competidores que tal vez intenten detectar la existencia de petróleo en aquella zona. En tal caso, como en el del ejemplo del empleo arbitrario de la violencia por parte de Crusoe para expulsar a Viernes, la primera compañía petrolífera está utilizando abusivamente al gobierno para convertirse en monopolista de la tierra y del crudo. Desde el punto de vista ético, toda nueva compañía que entra en la escena con el propósito de descubrir y perforar pozos de petróleo es su verdadero dueño, en virtud de su labor de «colonización» del campo petrolífero. Y, por supuesto, nuestro concesionario petrolero que utiliza al Estado para expulsar por la fuerza de sus tierras a los campesinos —como ha ocurrido, por citar un caso, con la Creole Oil Co. de Venezuela— es, a fortiori, cómplice del gobierno en la posterior agresión contra los derechos de propiedad del campesinado.
Llegados aquí, podemos ya descubrir la gran falacia que se oculta bajo los actuales programas de «reforma agraria» de las regiones subdesarrolladas. (Se trata de programas que incluyen, de ordinario, transferencias de las tierras menos fértiles de los terratenientes a los campesinos, acompañadas de una plena compensación a los latifundistas, generalmente financiada por los propios campesinos, por la vía de las ayudas estatales.) Si los títulos de los terratenientes son justos, cualquierreformaqueseapliqueensustierrasesinjusta,delictiva y confiscatoria. Si, por el contrario, los títulos son injustos, la reforma agraria es fútil y no llega al verdadero núcleo de la cuestión. En este segundo caso, la única solución correcta es la abrogación inmediata de dichos títulos y su transferencia a los campesinos, por supuesto sin compensación alguna para los agresores que se han hecho, ilícitamente, con el control de la tierra. Por tanto, el problema agrario de los países subdesarrollados sólo puede solucionarse aplicando las normas de justicia que hemos expuesto en las páginas anteriores. Y esta aplicación requiere una investigación detallada y totalmente empírica de los actuales títulos de propiedad sobre la tierra.
En años recientes ha ido ganando terreno entre los conservadores norteamericanos la idea de que el feudalismo, lejos de haber sido opresor y explotador, fue en realidad un baluarte de la libertad. Es verdad que, como subrayan estos conservadores, no siempre el sistema feudal fue tan funesto como el «despotismo oriental», pero la comparación es tan roma como sería argumentar que la cárcel es un castigo menos severo que la pena capital. La diferencia entre el feudalismo europeo y el despotismo oriental fue de grado, no de especie. El poder arbitrario sobre las tierras y sobre sus moradores estaba, en el primer caso, segmentado por los accidentes geográficos; en el segundo, todas las tierras de un país tendían a concentrarse en manos de un dominador imperial, con la ayuda de su burocracia administrativa. Pero, cuanto a su naturaleza intrínseca, existían grandes semejanzas entre ambos sistemas de poder y represión: en el despotismo oriental un solo señor feudal tiene en sus manos una mayor concentración de poder. Cada sistema se configura así como una variante del otro y ninguno de los dos es, bajo ningún punto de vista, libertario. Ni hay tampoco razón ninguna para suponer que la sociedad se vea en la precisión de tener que elegir entre el uno o el otro, como si no existieran otras alternativas.
La reflexión histórica sobre estas materias se adentró por una senda errónea de la mano de la historiografía alemana de finales del siglo XIX, concretamente representada por autores como Schmoller, Bucher, Ehrenberg y Sombart,7 que postulaban una estricta dicotomía y el consiguiente conflicto entre el feudalismo por un lado y la monarquía absoluta —o el Estado fuerte— por el otro. Afirmaban que el desarrollo capitalista exigía la monarquía absoluta y el Estado fuerte para superar las restricciones de los señores feudales locales y de los gremios. Esta dicotomía de capitalismo más Estado fuerte versus feudalismo contó con el apoyo de los marxistas, que, desde su peculiar punto de vista, no establecían ninguna distinción especial entre la «burguesía» que utilizaba al Estado y la que actuaba en los mercados libres. Algunos conservadores modernos han hecho suya, en fechas recientes, aquella antigua dicotomía y la han convertido en faro de sus ideas. Consideran que el feudalismo y el Estado fuerte y centralizado son dos polos críticos opuestos, salvo que, para ellos, el feudalismo es la opción correcta.
El error radica aquí en la dicotomía misma. La verdad es que Estado fuerte y feudalismo no eran instituciones antitéticas. El primero fue la prolongación lógica del segundo, con un monarca absoluto como supremo señor feudal. El Estado fuerte, tal como evolucionó en Europa occidental, no derribó las barreras impuestas al comercio por los señores feudales; al contrario, las consolidó, al sobreimponer sus propias restricciones centrales y sus pesados tributos al esquema de la estructura feudal. La Revolución Francesa, dirigida contra la viviente encarnación del Estado fuerte en Europa, pretendía destruir ambos feudalismos, el de las restricciones locales y el de las restricciones y los elevados impuestos de los gobiernos centrales.8 La verdadera dicotomía discurría entre la libertad por un lado y los señores feudales y las monarquías absolutas por el otro. Añádase que el libre mercado y el capitalismo florecieron antes y con más vigor en los países en los que habían sido relativamente más débiles el feudalismo y el poder central: en las ciudades-Estado de Italia y en Holanda e Inglaterra en el siglo XVII.9
Aunque Norteamérica tuvo la suerte de poder evitar, al menos relativamente, el añublo del sistema feudal y de los monopolios de las tierras, no faltaron intentos por implantarlo. Algunas de las colonias inglesas acometieron, en efecto, sólidas tentativas por establecer las normas del feudalismo, especialmente allí donde hubo compañías o propiedades con carta de privilegio, como en Nueva York, Maryland y las Carolinas. El intento fracasó, porque el Nuevo Mundo ofrecía enormes territorios vírgenes y, por consiguiente, los numerosos receptores de monopolios y concesiones de tipo feudal —algunos de ellos de gran extensión— sólo podían obtener beneficios a base de conseguir que la gente llegada al nuevo continente se asentara dentro de los límites de sus posesiones. Aquí —y a diferencia del Viejo Mundo— no había residentes previamente instalados en regiones con cierta densidad de población y de fácil explotación. Los dueños de las tierras, forzados a estimular el asentamiento de nuevos colonos y deseosos de un rápido retorno a la metrópoli, subdividían invariablemente y vendían sus propiedades a los nuevos moradores. Fue un hecho desafortunado que en virtud de arbitrarias reclamaciones y concesiones gubernamentales aumentaran los títulos de propiedad ya antes de que se produjeran los asentamientos. Por consiguiente, los colonos se veían obligados a pagar por unas tierras que deberían haber sido libres. Pero una vez que el colono había comprado la tierra, desaparecía la injusticia y el título de posesión pasaba al legítimo propietario: el colonizador. De este modo, la enorme oferta de tierra virgen, unida al deseo de los grandes concesionarios de obtener rápidos beneficios, permitió por doquier la feliz disolución del feudalismo y de los monopolios territoriales y el establecimiento, en Norteamérica, de un sistema agrícola verdaderamente libertario. No faltaron propietarios coloniales que intentaron cobrar algún tipo de renta a los colonos —último vestigio de las exacciones feudales—, pero toparon con la enérgica negativa de éstos, pues consideraban que las tierras eran de su absoluta propiedad. Fuera como fuere, los propietarios coloniales tuvieron que renunciar al cobro de rentas perpetuas ya incluso antes de que sus privilegios fueran abolidos por la Corona británica.10 Hubo, en las colonias inglesas, un solo caso, minúsculo y aislado, en el que se mantuvo la tenencia feudal de la tierra (dejando aquí de lado el tema vital de la esclavitud y de las grandes plantaciones del Sur): el de los condados del Hudson Valley, en Nueva York, donde los grandes concesionistas no quisieron vender, sino sólo alquilar, la tierra a los nuevos colonos. El resultado fue que los granjeros (conocidos también con el nombre de «los palurdos») ofrecieron persistente resistencia e incluso guerra abierta contra los terratenientes feudales. La resistencia alcanzó su cima en las guerras «anti-arriendo» de los años 1840, que llegaron a su punto final cuando la legislación del Estado suprimió las rentas perpetuas. Desaparecían así definitivamente los últimos vestigios del feudalismo, salvo en las regiones del Sur.
Constituía una importante excepción a este idilio agrícola el floreciente sistema esclavista de los Estados sureños. Las grandes plantaciones de algodón de estas regiones sólo eran rentables gracias a los trabajos forzados y no pagados de los esclavos. Sin la posibilidad de poseer y explotar las fuerzas laborales de otros, las grandes plantaciones —y, por tanto, una buena parte de la cultura del algodón y del tabaco— no habrían podido difundirse por el Sur.
Ya hemos indicado que sólo existe una solución moral para el problema de la esclavitud: su abolición inmediata, incondicional, sin compensación para los dueños de esclavos. En realidad, debería darse una compensación de signo opuesto: habría que recompensar a los esclavos oprimidos por el tiempo pasado en esclavitud. Una parte sustancial de esta compensación podría consistir en ceder las plantaciones no a los esclavistas, que apenas tenían títulos legítimos de propiedad, sino a los esclavos mismos, cuyo trabajo —según nuestro principio de «colonización»— se había mezclado con la tierra para poner en marcha los campos de cultivo. En síntesis, y como conclusión final, la elemental justicia libertaria exige no sólo la inmediata liberalización de los esclavos, sino la restitución a éstos, sin dilaciones, y sin compensaciones para los antiguos dueños, de las plantaciones que habían trabajado y regado con el sudor de su frente. La realidad es que el victorioso Norte cometió el mismo error —aunque el vocablo «error» es una palabra demasiado caritativa para definir un acto que mantenía, en sus líneas esenciales, un sistema social injusto y opresor— que cuando el zar Alejandro concedió la libertad a los siervos, el año 1867: quedaban libres los cuerpos de los oprimidos, pero las propiedades que habían trabajado, y de las que merecían ser dueños, quedaban en manos de sus antiguos opresores. Y conservando el poder económico, muy pronto los viejos señores volvieron a adueñarse de los ahora libres agricultores y granjeros. Los siervos y los esclavos tocaron la libertad con la yema de los dedos, pero se vieron cruelmente privados de sus frutos.11
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