LOS BELTRÁN LEYVA: HISTORIA Y CAÍDA
Cuando
se ponen juntas todas las fichas de información disponibles, la
irracionalidad de la violencia criminal que sacude a México adquiere una
lógica. Esa lógica tiene un nombre: Arturo Beltrán Leyva.
Esta es su historia.
La guerra comenzó un lunes. El 21 de enero de 2008. A
bordo de vehículos Hummer, y con fuerte artillería pesada, más de 300
elementos del Grupo Aeromóvil de Fuerzas Especiales del ejército
mexicano, GAFE, se posicionaron en los alrededores de una residencia
ubicada en la colonia Burócratas, de Culiacán. Según la Secretaría de la Defensa,
una llamada anónima había indicado que el menor de los hermanos
Beltrán, Alfredo, alias El Mochomo, esperaba en ese domicilio un
cargamento de dinero destinado a solventar compromisos pendientes con
sus socios colombianos. Según la declaración de un narcotraficante
conocido como El 19 —que se integró al programa de testigos protegidos
bajo la clave “Jennifer”, (PGR/SIEDO/UEIDCS/0241/2008)—, el ejército
había obtenido la ubicación de El Mochomo a través de un militar que
logró infiltrarse en su círculo cercano, y al que se conocía como El
Chamaco. “El Chamaco logró llamar al GAFE para informar sobre la
ubicación y las condiciones de baja seguridad”, relató “Jennifer”.
Los
militares tuvieron que posponer el operativo durante 10 horas, porque
detectaron a unos hombres en la azotea de la casa. Cerca de la
madrugada, el portón se abrió. Salió una camioneta BMW de color blanco,
con cuatro hombres a bordo. Los soldados de elite les cerraron el paso.
Los tripulantes se entregaron sin hacer un solo tiro. Dentro de la casa
había 900 mil dólares, 11 relojes finos, un AK-47 y ocho armas cortas.
Un corrido informó al día siguiente: “El Mochomo era el hombre de
confianza / que el cártel necesitaba / pero el 21 de enero su carrera le
cortaban”.
La
noticia de la detención de Alfredo Beltrán Leyva, uno de los cabecillas
del cártel del Sinaloa, dirigido por Joaquín El Chapo Guzmán e Ismael
El Mayo Zambada, fue presentada como el golpe más importante realizado
hasta entonces por el gobierno en la guerra contra el narco que Felipe
Calderón había decretado. En la Procuraduría General de la República, y concretamente en la Subprocuraduría General
de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada, SIEDO,
provocó un terremoto. La célula dirigida por los hermanos Héctor,
Alfredo y Arturo Beltrán Leyva había vulnerado las estructuras más altas
de esa institución, a través de pagos mensuales de entre 150 y 450 mil
dólares, según demostró luego la llamada Operación Limpieza:
funcionarios del mayor nivel de la SIEDO realizaban detenciones, cateos y filtraciones, en beneficio del cártel.
Aquel
día varios servidores públicos se paseaban nerviosos. Habían recibido
informes de que El Mochomo iba a ser detenido, pero “en la SIEDO nada podían hacer para evitarlo”. Esperaban que los operadores de Arturo Beltrán los llamaran a cuentas.
Fueron
llamados ese mismo día. Uno de los principales lugartenientes del
grupo, Sergio Villarreal, El Grande, se reunió con el director de
Inteligencia de la SIEDO,
Fernando Rivera, así como con los comandantes Milton Cilia y Roberto
García. Según la declaración que Rivera rindió poco después en calidad
de testigo protegido, bajo la clave “Moisés”, El Grande les dijo que
Arturo Beltrán Leyva estaba encabronado: “Quería saber a quién iba a
matar. Todos recibían dinero de él y nadie le avisó de la detención de
su hermano”.
Los funcionarios le explicaron que no habían trabajado ese asunto, “que era un asunto del GAFE, del alto mando de la Sedena”.
El Grande exigió la lista de los militares que habían tomado parte en
el operativo, así como los “informes originales” de la detención. El
director Rivera se comprometió a obtenerlos. No sólo eso: de acuerdo con
la declaración de “Jennifer”, antes de las dos de la tarde había
entregado los reportes militares, el nombre del infiltrado que había
proporcionado la información a los GAFES, las copias completas de las
declaraciones que El Mochomo había rendido ante la SIEDO… y un croquis que señalaba el sitio exacto en donde el capo se hallaba recluido.
Rivera
informó que “de las 11 de la noche en adelante ya no iban a estar
presentes las fuerzas especiales del ejército, y que sólo quedarían
custodiando el inmueble 11 agentes de la Agencia Federal
de Investigaciones, AFI”. Le dijo a El Grande que “con la entrega de un
millón de pesos para los AFIS, así como de tres millones que serían
entregados a Fernando Rivera y su gente, se lograría neutralizar al
conjunto de guardia y permitir que una camioneta blindada rompiera la
reja de acceso a la SIEDO”.
El
Grande —relata la averiguación previa SIEDO/UET/6668/2008—, calculaba
reunir a unas 150 personas para realizar el asalto. Sin embargo, al
sopesar los riesgos, decidió cancelar la operación. Alfredo Beltrán
Leyva fue recluido en el penal de Puente Grande.
La
captura de El Mochomo provocó una escisión en el cártel de Sinaloa.
Existe la versión de que El Chapo negoció la captura del menor de los
Beltrán, a cambio de la liberación de su hijo, Archibaldo Guzmán, alias
El Chapito, quien se hallaba recluido en el penal del Altiplano desde
2005: a sólo tres meses de la caída de El Mochomo, El Chapito fue
liberado.
Otra
versión señala que Arturo Beltrán se entrevistó con El Chapo Guzmán y
El Mayo Zambada para pedirles que le ayudaran a rescatar a su hermano.
Los jefes del cártel le pidieron tiempo, pero en una segunda reunión le
explicaron que “no había condiciones” para efectuar el rescate. El
Mochomo debía ser “sacrificado”.
Se
cree que en el narcotráfico las alianzas de sangre son indestructibles.
El Mochomo estaba casado con una prima de El Chapo. Arturo Beltrán, sin
embargo, salió de aquella reunión con la idea de que la alianza se
había roto. A partir de ahora iba a cobrar muerte por muerte, detención
por detención. El Chapo y El Mayo lo supieron. Quisieron adelantarse.
A
fines de abril de 2008, el mismo mes en que El Chapito fue liberado,
ocurrió una balacera en la colonia Guadalupe, de Culiacán. Una casa, en
la que presuntamente se encontraba uno de los hijos de Arturo Beltrán,
fue atacada por elementos de la Policía Federal,
apoyados por policías locales. Murieron cinco escoltas y dos agentes
ministeriales. Arturo Beltrán acusó a los federales de servir de brazo
armado a los intereses de El Chapo y ordenó a su gente asesinar policías
donde los encontraran. Hizo colocar narcomantas en las que podía
leerse: “Policías, soldados, para que les quede claro, El Mochomo sigue
pesando. Atte. Arturo Beltrán Leyva”. Y también: “Soldaditos de plomo,
federales de paja, aquí el territorio es de Arturo Beltrán”.
Un día después de la balacera en la colonia Guadalupe, cuatro agentes de la Policía Federal
Preventiva, PFP, murieron acribillados cuando patrullaban el centro de
Culiacán. En Imala, dos policías municipales fueron ejecutados. A lo
largo de la ciudad se verificaron ataques contra policías locales. La PFP concentró 800 agentes en la plaza de Sinaloa.
De
ese modo terminó abril, el mes en que se soltaron los demonios y
comenzó el enfrentamiento que a lo largo de 2008 dejó en la entidad un
saldo de mil 156 ejecuciones.
La infiltración
El 7 de mayo de 2008 un retén de la Policía Federal fue instalado en el kilómetro 95 de la Autopista del Sol. La PFP
acababa de recibir una información filtrada por El Mayo Zambada: un
convoy en el que viajaba Arturo Beltrán cruzaría en cualquier momento
por aquel sitio. El encargado de coordinar la captura fue el director
regional de la PFP,
Édgar Eusebio Millán. El dato proporcionado por los Zambada resultó
bueno: cinco vehículos sospechosos salieron del Hotel Motel Rosales, en
donde Arturo Beltrán acababa de tener una reunión. Los agentes les
marcaron el alto. Los integrantes del convoy respondieron a tiros.
Inició una persecución que terminó en Xoxocotla, con varios autos
destrozados, la captura de nueve sicarios y dos agentes federales
muertos. La camioneta en que viajaba Arturo Beltrán logró evadir el
cerco: uno de sus escoltas impactó una patrulla para abrir paso a su
jefe.
El Mayo Zambada, sin embargo, había contemplado esa posibilidad. Los datos que filtró a la PFP
indicaban los domicilios del estado de Morelos en los que Beltrán Leyva
podría refugiarse. El inspector de operaciones Édgar Enrique Bayardo,
el funcionario que había recibido la filtración —y operaba como contacto
de El Mayo al interior de la PFP—,
se comunicó con el jefe antidrogas de la corporación, Gerardo Garay, y
le dijo: “Tenemos ubicados varios domicilios aquí en Morelos. Estamos
concentrados y listos para entrar”.
El jefe antidrogas lo detuvo en seco: “Paren todo. Regresen de inmediato a la ciudad de México”.
Cinco meses antes, a través de una supuesta intercepción telefónica, el director de Combate a la Delincuencia Organizada de la PFP, Roberto Velasco, había ubicado a Beltrán en una mansión de la calle Escarcha, en el Pedregal de San Ángel.
Velasco
le comunicó al jefe antidrogas: “La gente está colocada en puntos
estratégicos”. Pidió luz verde para poner en marcha la detención.
Pero Garay se negó a dar la orden: “Aguanten. Vamos a esperarnos para más adelante”.
De acuerdo con la declaración ministerial de un testigo protegido, el agente de la División Antidrogas,
Fidel Hernández (PGR/SIEDO/UEIDCS/359/2008), las indicaciones de Garay
fueron criticadas por su subalterno: “Pero jefe, tengo evidencia de que
Arturo Beltrán se encuentra aquí”.
Garay, sin embargo, insistió: “Desmonten el servicio”.
Édgar
Millán, el hombre que había dado caza a Arturo Beltrán en el camino a
Xoxocotla, fue ejecutado horas después de la persecución, cuando llegaba
a casa de sus padres en un edificio ubicado en la calle de Camelia, en
la colonia Guerrero. Aunque sólo un puñado de personas tenía acceso a
sus itinerarios, una filtración surgida de las mismas filas de la PFP,
a través del agente José Antonio Montes Garfias, puso en manos de
Beltrán la ubicación del sitio al que el jefe policiaco iba a dirigirse.
La orden fue fulminante: Millán debía ser eliminado.
El
agente Montes Garfias abrió el casillero del funcionario y sustrajo las
llaves de la casa donde vivían los padres de éste. Entregó un duplicado
—así como 40 mil pesos y 75 gramos
de cocaína— a un gatillero de baja monta, Alejandro Ramírez Báez, quien
integró un comando formado por cinco personas. Los sicarios aguardaron a
Millán en el garaje del edificio. Habían apagado las luces. Cuando el
jefe policiaco cruzó el portón, le metieron 11 tiros. (El sicario
Ramírez Báez fue sometido por los escoltas de Millán. De ese modo se
desanudaron los hilos de la trama.)
Una
semana antes, Roberto Velasco, el hombre que tendió el cerco de la
calle Escarcha, había sido asesinado en una calle de la colonia
Irrigación. La verdadera venganza de Arturo Beltrán llegó, sin embargo,
24 horas después de la balacera en Xoxocotla. Sucedió del otro lado del
país, el 8 de mayo de 2008, la noche en que cinco camionetas rodearon a
Édgar Guzmán, otro de los hijos de El Chapo, en el estacionamiento del
City Club, un centro comercial de Culiacán, Sinaloa.
En
la ejecución se dispararon 500 tiros y se accionó un lanzagranadas. Las
ráfagas destrozaron paredes, vidrios y vehículos. Además del hijo de El
Chapo, fueron abatidos un sobrino del narcotraficante, César Loera, así
como el hijo de una lavadora de dinero a la que la DEA había bautizado como La Emperatriz.
En
Culiacán se desató la psicosis. Los medios locales no se animaron a dar
la noticia. Sólo lo hicieron dos días después, atribuyendo la
información a diarios y agencias informativas de la ciudad de México. La
sangre del hijo de El Chapo seguía húmeda en el suelo, escribe un
testigo, cuando corrió la versión de que el jefe del cártel de Sinaloa
había jurado borrar de la faz de la tierra a los Beltrán: de la célula
que dirigían no iba a quedar piedra sobre piedra.
En
menos de un mes, sin embargo, El Chapo asimiló dos nuevos golpes.
Filtraciones de los servicios de inteligencia de los Beltrán ocasionaron
la detención de uno de sus primos, Alfonso Gutiérrez, tras una cruenta
balacera en una colonia de Culiacán, y de un sobrino, Isaí Martínez, en
las inmediaciones de un fraccionamiento de esa ciudad.
El
asesinato del hijo de El Chapo formaba parte de la misma embestida que
provocó la muerte de los jefes policiacos Millán y Velasco.
Millán,
el comandante acribillado en casa de sus padres, había sido el
“cerebro” del secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, en
las operaciones antinarco. Su muerte ocasionó un cambio en la estructura
de mando de la PFP. Genaro
García Luna colocó en su lugar, con el cargo de Comisionado, a un viejo
amigo y compañero del Cisen, con el que había colaborado estrechamente a
su paso por la AFI: Gerardo Garay, el jefe antidrogas que en dos ocasiones había congelado los operativos de captura de Beltrán Leyva.
Garay
duró sólo unos meses en el puesto. El 15 de octubre de 2008, una nueva
filtración del grupo de El Mayo, colocada en manos de su contacto, el
inspector Édgar Enrique Bayardo, movilizó a la Policía Federal.
En una lujosa residencia del Desierto de los Leones, en la que había un
zoológico privado con panteras, tigres siberianos y leones, iba a
celebrarse una narcofiesta a la que asistiría Mauricio Harold Poveda, el
principal socio colombiano de Arturo Beltrán.
En
la declaración que rindió cuando se descubrió que El Mayo Zambada le
pagaba hasta 500 mil dólares por cada enemigo detenido, el inspector
Bayardo relató la forma en que se llevó a cabo el operativo. El
comisionado Garay dejó escapar a Harold Poveda, pero detuvo al resto de
los invitados. Luego, alineó a 30 prostitutas contra la pared,
seleccionó a cuatro, ordenó prender la caldera del jacuzzi, pidió
cocaína para las muchachas, invitó a uno de sus subalternos a “darse un
baño” y cerró la puerta de la sala.
“¡Ahora sí comenzó la fiesta!”, dijo.
Antes
de sumergirse en ella, el comisionado hizo que sus agentes obtuvieran
los domicilios de los colombianos detenidos y fueran a revolverlos en
busca de dinero. El narcotraficante Mauricio Fino, El Gaviota, se
ofreció a entregar 500 mil dólares que, dijo, tenía guardados en su
departamento. Bayardo fue el encargado de ir a recoger el dinero. Volvió
a la casa con las fajillas metidas en dos bolsas que tenían estampada
la figura de Winnie Pooh.
Según
la declaración PGR/SIEDO/359/2008, cuando Garay salió del jacuzzi,
desvelado y con aliento alcohólico, oyó ladrar a un bull dog que,
estimaron los agentes, “valía también un chingo de dinero”. El
funcionario de la PFP solicitó: “Pónganmelo para llevar”.
No
existen datos sobre la forma en que Arturo Beltrán Leyva registró el
golpe asestado por El Mayo a sus socios colombianos. Pero cinco días
después de la narcofiesta, en la partida de ajedrez que las filtraciones
de ambos bandos desataban, una llamada anónima llegó a la PGR.
“En el domicilio ubicado en la calle Wilfredo Massieu número 430,
colonia Lindavista, hay varias personas armadas y son narcotraficantes.
Es gente de El Mayo Zambada y si van los pueden detener”. A la una la
tarde del 20 de octubre, la SIEDO
rodeó la casa y comprobó que en su interior se hallaban pertrechados el
hermano menor de El Mayo, Jesús El Rey Zambada, y un hijo de éste,
Jesús Zambada Reyes.
El
Rey Zambada comprendió de inmediato que no tenía salida. “Me voy a
rifar”, dijo. Sus gatilleros abrieron fuego contra los agentes. Mientras
las balas estallaban, El Rey marcó insistentemente al Unefón de su
contacto, el inspector Bayardo. Quería que “su ahijado”, como le decía,
le enviara refuerzos. “Nos estamos agarrando a chingadazos”, le dijo.
“Voy,
padrino, voy”, contestó el inspector. Pero no alcanzó a llegar. Ni a
ese domicilio, ni a ninguna parte. El número telefónico al que El Rey
había marcado y las declaraciones que luego rindió Jesús Zambada Reyes,
pusieron fin a la carrera de Bayardo. El inspector fue detenido cinco
días más tarde y se acogió al programa de testigos protegidos. Sus
declaraciones implicaron en la venta de protección al narcotráfico a los
mandos principales de la Secretaría
de Seguridad Pública, así como al círculo cercano al secretario García
Luna. Entre otros funcionarios cayeron el comisionado Gerardo Garay, el
jefe de Operaciones Especiales, Francisco Navarro, y el director de
Análisis Táctico, Jorge Cruz.
Como había ocurrido con la SIEDO,
eran narcotraficantes los que filtraban informes y ordenaban capturas.
Eran narcotraficantes los que tenían mando pleno al interior de la PFP.
El
comisionado Garay fue acusado de servir a dos amos: al cártel de los
Beltrán y al grupo de El Mayo Zambada. Un juez le decretó formal prisión
en octubre de 2008.
Antes
de ser asesinado un año más tarde en un Starbucks de la ciudad de
México, el inspector Bayardo reveló las bases del acuerdo: recibir
filtraciones, practicar intervenciones telefónicas, permitir que los
operadores de los cárteles interrogaran a los enemigos capturados y,
luego, presentar las detenciones “como logros de la PFP”.
El megacártel
En
1997, el ex chofer del general José Gutiérrez Rebollo, Juan Galván
Lara, mencionó por primera vez en un expediente a los hermanos Beltrán
Leyva (PGR/UEDO/226/97). Eran oriundos de Badiraguato, Sinaloa, y
formaban parte “de las 11 gentes” que trabajaban de cerca con El Señor
de los Cielos, Amado Carrillo. Según el chofer, controlaban la plaza de
Mazatlán. Alguna vez, El Señor de los Cielos se había molestado con
ellos porque estaban introduciendo droga sin su consentimiento: “Son
chingaderas… se va a trabajar cuando yo lo ordene”.
A la muerte de Amado Carrillo, un reporte de la DEA
señaló que el cártel de Juárez se había reacomodado alrededor de
Vicente Carrillo Fuentes, El Viceroy, Ismael Zambada García, El Mayo,
Juan José Esparragosa Moreno, El Azul, y Marcos Arturo Beltrán Leyva, El
Barbas.
Arturo
Beltrán era primo lejano de El Chapo, según el testigo protegido clave
“Julio”. Fue Beltrán quien introdujo a su pariente en el negocio de la
cocaína. En 1993, cuando El Chapo fue recluido en Almoloya, y más tarde
enviado a Puente Grande, los Beltrán quedaron a cargo de su estructura.
Le enviaban dinero al penal para que pudiera pasar la reclusión con lujo
—comida, mariachis, prostitutas— y lo apoyaron financieramente en los
costosos preparativos de su fuga.
Tras
la fuga de Puente Grande, en 2001, El Chapo organizó una cumbre de
narcotraficantes en Cuernavaca. Asistieron unos 25 jefes. El Chapo tenía
los mejores contactos. Relaciones que le aseguraban no ser molestado.
Ante los 25 jefes trazó el futuro: unir a Ismael El Mayo Zambada,
Ignacio Coronel, Juan José Esparragosa Moreno, Vicente Carrillo Fuentes y
Arturo Beltrán Leyva en una Federación que controlara las plazas del
país, le arrebatara Nuevo León y Tamaulipas al cártel del Golfo, y
golpeara a los hermanos Arellano Félix, sus enemigos históricos, hasta
despojarlos de Tijuana. (Una versión indica que fue el propio Chapo
quien filtró la información que permitió la captura de Benjamín Arellano
Félix.)
Al frente de la guerra que la Federación
iba a desatar en Nuevo León quedó Arturo Beltrán Leyva. Durante el
tiempo que El Chapo permaneció en prisión, los Beltrán habían logrado
conformar una de las células más sólidas del cártel. No sólo conocían a
fondo la operación del grupo: “habían sido su corazón”.
A
pesar de que alguna vez el testigo “Julio” consideró a Arturo Beltrán
como un hombre ostentoso, El Barbas había mantenido un perfil discreto.
Faltaba tiempo para que su nombre abandonara las fojas de los
expedientes y se instalara en las primeras planas de los diarios.
El
alfil de Arturo Beltrán en la batalla por Nuevo León y Tamaulipas fue
un pistolero texano que se había fogueado en la frontera neolonesa:
Édgar Valdez Villarreal, La Barbie, uno de los peores asesinos en la historia reciente del crimen organizado.
Beltrán y La Barbie
armaron un grupo de sicarios conocido como Los Pelones y los enviaron a
disputar la plaza. Quedaba claro que iba a tratarse de una carnicería.
El círculo de seguridad del líder del Golfo, Osiel Cárdenas Guillén,
estaba formado por ex militares de elite y otros desertores del
ejército. Los violentos Zetas.
Para abrir camino a la incursión de Los Pelones, Beltrán y La Barbie reclutaron policías y agentes ministeriales destacados en la entidad. Un comisionado de la PFP, José Luis Figueroa, reveló que ambos narcotraficantes le habían ofrecido al director del Centro de Mando de la AFI, Domingo González Díaz, cuatro millones de dólares. El trato: capturar a Osiel Cárdenas Guillén y cambiar al comandante de la AFI
por una persona que ellos le señalarían. Un subalterno de González
Díaz, Francisco Garza Palacios, recibió un millón de dólares a cambio de
brindar protección oficial a las actividades del grupo.
Los
operadores de El Chapo se asociaron también con el empresario Jaime
Valdez, antiguo agente policiaco, a quien contrataron como reclutador.
(La relación con Valdez terminó mal: Arturo Beltrán lo acusó de haber
robado 450 kilos de coca y ordenó su ejecución: Valdez fue emboscado.
Recibió 10 disparos de AK-47. Aunque logró salvar la vida, quedó
parapléjico.)
Al
mismo tiempo, comenzó el combate en las calles. Balaceras, torturas,
levantones, desapariciones, se verificaron diariamente en la entidad.
En
2003 la batalla por el corredor del Golfo cobró un nuevo giro. Osiel
Cárdenas fue aprehendido por el ejército en un operativo espectacular.
Parecía que la captura fortalecería a los miembros de la Federación
y el trasiego de drogas quedaría en manos de un solo grupo. Pero no fue
así: tras la caída de Osiel, Los Zetas se independizaron, y un grupo de
sicarios menos preparado, y mucho más violento, tomó las riendas del
cártel del Golfo.
En
agosto de ese año el bando sinaloense enfrentó a sus rivales en una de
las calles céntricas de Nuevo Laredo. El enfrentamiento duró más de una
hora. En el lugar se percutieron más de 700 casquillos. 200 policías
municipales fueron suspendidos y llevados a investigación. La primera
avanzada sinaloense había fracasado.
Unos meses más tarde, la Federación
se desgajó. Los capos que la integraban consideraron que Vicente
Carrillo, El Viceroy, jefe del cártel de Juárez, aportaba poco al grupo y
en cambio le exigía mucho. La gota que derramó el vaso fue una disputa
por derechos de piso en la que Rodolfo Carrillo, El Niño de Oro, hermano
menor de El Viceroy, ejecutó personalmente a dos operadores de El Chapo
que habían movido droga sin su consentimiento.
Todo
podía tener arreglo antes del sábado 11 de septiembre de 2004. Pero El
Chapo no estuvo dispuesto a perdonar. Pidió a sus socios la cabeza de El
Niño de Oro.
Aquel
sábado 11 de septiembre Rodolfo Carrillo y su esposa, Giovanna Quevedo,
llegaron a las cuatro de la tarde a un Cinépolis de Culiacán. Iban
escoltados por el comandante de la Policía Ministerial,
Pedro Pérez López, que había sobrevivido a dos ataques de los Arellano
Félix. Cuando la función terminó, la pareja salió al estacionamiento. El
Niño de Oro iba a abordar su auto cuando un comando lo rafagueó desde
varios frentes. La policía recogió del piso 500 cartuchos. El comandante
Pérez López repelió la agresión. Fue herido, aunque logró pedir ayuda
por radio. En cosa de minutos, elementos de todas las corporaciones
rodeaban el estacionamiento y se lanzaban en persecución de los
gatilleros. Los tiros tronaron en las calles. Cinco sicarios fueron
abatidos.
La Federación
se hizo añicos: el 6 de octubre de ese año llegó el mensaje de
respuesta de Vicente Carrillo. Miguel Ángel Beltrán Lugo, El Ceja Güera,
miembro connotado del cártel de Sinaloa, fue ultimado a tiros en el
penal de Almoloya. Dos meses después, un hermano menor de El Chapo,
Arturo El Pollo Guzmán, fue ejecutado en el área de locutorios del mismo
penal. Las armas que cobraron la vida de ambos narcotraficantes habían
escapado a todos los controles.
Los Tres Caballeros
A
principios de 2005 un reportero sonorense, Alfredo Jiménez Mota, reveló
en el periódico El Imparcial las operaciones de un grupo de
narcotraficantes conocidos como Los Tres Caballeros: Arturo, Alfredo y
Héctor Beltrán. Según la investigación, controlaban el tráfico de drogas
en Sonora, Chihuahua y Sinaloa, y se hallaban vinculados, a través de
compadrazgos y otros lazos familiares, con la banda más poderosa de
Sonora, que comandaba Raúl Enríquez Parra, El Nueve. El brazo operativo
de Los Tres Caballeros estaba integrado por dos grupos delictivos, Los
Güeros y Los Números. Los narcotraficantes habían heredado la estructura
de un viejo amo de la región, Héctor El Güero Palma Salazar. Su
presencia en la entidad databa de 1998. Disponían de pistas de
aterrizaje (una de ellas se llamaba “Fumigaciones Guzmán”), así como de
una flotilla de avionetas con las que sobrevolaban la entidad entre las
12 de la noche y las cuatro de la mañana. Recibían apoyo institucional
“de los tres niveles de gobierno”.
La información del reportero Jiménez Mota procedía de un documento clasificado por la Secretaría
de Gobernación que llevaba por título: “Los Tres Caballeros.
Narcotráfico”. El documento señalaba que los Beltrán visitaban por
separado la entidad, se alojaban en propiedades a nombre de terceras
personas y eran protegidos en sus traslados por un ex comandante de la
policía municipal de Cajeme, Carlos Sánchez, quien pertenecía “al primer
círculo del director general de la Policía Judicial del estado, Roberto Tapia Chan”.
Los
cargamentos de los Beltrán eran escoltados por patrullas de la judicial
a lo largo de brechas y terracerías. En varias ocasiones habían logrado
huir, a bordo de sus avionetas, de los operativos montados por el
ejército.
Jiménez
Mota desapareció en abril de 2005, poco tiempo después de publicar su
reportaje. Acababa de decirle a una amiga que iba a entrevistarse con
una de sus fuentes, “a la que había notado muy nerviosa”. Su cuerpo
nunca fue encontrado. Sus superiores sabían que preparaba una serie de
trabajos que involucraban a gente cercana al gobernador Eduardo Bours en
la venta de protección a los Beltrán.
A
la desaparición del reportero le siguió la muerte del narcotraficante
Raúl Enríquez Parra, El Nueve. Lo hallaron en un predio, envuelto en una
cobija. Sus verdugos lo habían torturado a rabiar. Luego arrojaron su
cadáver desde una avioneta. Según la declaración del teniente de la Policía Municipal Jesús Francisco Ayala, las muertes del reportero y el narcotraficante estaban conectadas.
El
periodista de El Imparcial, dijo el teniente, esperaba una grabación
telefónica que ubicaba a Ricardo Bours, ex alcalde de Cajeme y hermano
del gobernador del estado, como contacto institucional de los Beltrán
Leyva en Sonora. El oficial señaló al procurador del estado, Abel
Murrieta, al jefe de la Policía Estatal,
Roberto Tapia Chan, al director de la policía de Navojoa, Luis
Gastélum, como autores intelectuales del secuestro. El levantón habría
sido realizado por órdenes de este último. Un grupo de policías
municipales detuvo al reportero y lo entregó a Los Números (el grupo de
Raúl Enríquez Parra). Según el testigo, la grabación que Jiménez Mota
estaba aguardando contenía una charla entre el jefe de la Policía Estatal
y el narcotraficante Raúl Enríquez Parra, en la que el hermano del
gobernador era mencionado como protector de las mafias que operaban en
la entidad.
Jesús
Francisco Ayala había sido, durante dos años, chofer de Luis Gastélum.
Había presenciado reuniones entre su jefe y El Nueve, en las que se
determinó la muerte de diversos personajes. Un día sintió que sabía
demasiadas cosas. Que Gastélum no iba a tardar en ir por él. “Había sido
testigo de muchos de los encuentros donde se daban órdenes de eliminar
gente”, le dijo al reportero Ricardo Ravelo. Decidió integrarse al
programa de testigos protegidos.
El
gobernador Eduardo Bours calificó de dolosa la versión que señalaba a
su hermano. “No es posible que se le dé importancia y se señalen
culpables”, dijo.
Cuando
Joaquín López Dóriga dio a conocer el testimonio de dos mujeres
secuestradas que habían escuchado una conversación telefónica entre sus
plagiarios y el jefe de la policía, Roberto Tapia Chan, el infierno se
desató. En sucesivas incursiones federales se incautaron ranchos y casas
en los que, además de armas, autos y joyas, aparecieron leones y
tigres. Una versión señala que Raúl Enríquez Parra fue acusado por los
Beltrán de “calentar” la plaza y ordenaron su ejecución.
En
términos formales, el gran debut de Los Tres Caballeros en la prensa
ocurrió un mes después del asesinato del reportero de El Imparcial.
Jiménez Mota se había quedado corto. Además de extender sus tentáculos
en Sonora, Chihuahua y Sinaloa, los hermanos Beltrán dominaban 11
estados de la República. El
arranque del sexenio de Vicente Fox había significado su época dorada.
Operaban en Guerrero, Morelos, Chiapas, Querétaro, Sinaloa, Jalisco,
Quintana Roo, Tamaulipas, Nuevo León, Estado de México y el Distrito
Federal. Su poder tocaba incluso “la casa número uno de México”: habían
logrado extender su poder a Los Pinos, a través de un oscuro personaje
que coordinaba las giras presidenciales: Nahum Acosta Lugo.
El contacto en Los Pinos
En febrero de 2005 la DEA
registró una conversación telefónica entre Nahum Acosta y Arturo
Beltrán Leyva. Acosta, un personaje de medio pelo en el PAN sonorense,
había fungido como delegado del Instituto Nacional de Migración y se
había visto envuelto en un escándalo de corrupción a resultas del cual
el gobierno de Estados Unidos le retiró la visa. En 2001, sin embargo,
el panista Manuel Espino lo recomendó como director de área en la
coordinación de giras presidenciales. Cuando la DEA
puso en manos de las autoridades mexicanas una grabación telefónica en
la que Nahum alternaba créditos con Arturo Beltrán, el procurador Rafael
Macedo de la Concha abrió una investigación que no tardó en ser filtrada a la prensa.
Por esos días la PGR atendió una denuncia anónima que indicaba que en Cerrada de la Loma 17, en el fraccionamiento La Herradura,
Estado de México, se había detectado un movimiento de personas armadas,
así como la presencia de los hermanos Arturo y Héctor Beltrán.
Los archivos de la SIEDO
revelaron que aquel domicilio se hallaba engarzado con la detención de
un narcotraficante en cuya agenda había aparecido el número de teléfono
52 94 41 11. Aquel número había sido asignado a la casa ubicada en
Cerrada de la Loma 17. El contrato estaba a nombre de Clara Laborín, la esposa de Héctor Beltrán Leyva.
Las
autoridades solicitaron una orden y catearon el domicilio. Los Beltrán
se habían esfumado. Pero la policía encontró dos millones de pesos en
joyas y varias camionetas BMW, entre otros vehículos blindados. Halló
también una tarjeta de presentación a nombre de Nahum Acosta, una agenda
telefónica en la que este funcionario aparecía bajo la leyenda
“Presidencia”, y cinco audiocasetes en los que Héctor Beltrán había
grabado diversas conversaciones con sus lugartenientes. En una de las
cintas, Beltrán le pedía a cierto operador que entregara cinco mil
dólares a Nahum. En otras grabaciones, Nahum Acosta se mostraba
parlanchín y hablaba con Beltrán de sus actividades, las giras
presidenciales, los lugares que había visitado y las enfermedades de sus
hijos. Un día le contó que acababa de sobrevolar su casa en
helicóptero; otro, lo urgió a que terminara cuanto antes “el negocio de
Acapulco”.
El
guardia de seguridad que cuidaba el fraccionamiento relató que los
habitantes de la casa parecían muy ricos, que continuamente había
entradas y salidas de hombres armados, y que hacía poco había ido de
visita “alguien de la presidencia de la República, de apellido Nahum”, quien se había presentado como “del Estado Mayor Presidencial”.
Nahum
Acosta fue acusado de filtrar información gubernamental de primer nivel
al crimen organizado. Según el procurador Macedo de la Concha,
las pruebas en su contra eran “serias y contundentes”. Se había
comprobado que recibió los cinco mil dólares enviados por el capo. Por
si faltara algo más, el número de Beltrán aparecía registrado en su
celular.
Acosta
se defendió diciendo que desconocía las actividades delictivas de
Héctor Beltrán, y que sólo había visitado la casa de éste con intención
de rentarla. El subprocurador, José Luis Santiago Vasconcelos,
respondió: “Yo creo que ninguno de los servidores públicos que estamos
actualmente desempeñándonos pudiera tener capacidad económica para
rentar una de estas casas, con seis niveles y esta riqueza”. El sueldo
de Nahum era de 79 mil pesos.
El
escándalo colocó a los Beltrán en un rango de visibilidad que no habían
tenido nunca. Paradójicamente, según Santiago Vasconcelos, sirvió para
boicotear la investigación. A pesar de las pruebas “serias y
contundentes” del procurador Macedo, un juez liberó 60 días después a
Acosta “por falta de elementos para procesar”. Tiempo después, el PRD lo
lanzaría como candidato a la alcaldía de Agua Prieta. Según el
presidente de ese partido, Jesús Ortega, Nahum Acosta era inocente. “Esa
es la verdad legal”, dijo.
El narcovideo
En
2005 el brazo operativo del cártel de Sinaloa, los hermanos Beltrán
Leyva, tenía frentes de batalla abiertos en todo el país. Embestía en el
corredor del Golfo a Tony Tormenta, hermano de Osiel Cárdenas Guillén.
Enfrentaba en Tijuana a los Arellano Félix. Disputaba en Chihuahua cada
centímetro de territorio al cártel comandado por Vicente Carrillo y
Nacho Coronel. Tenía el control absoluto de Sinaloa, Sonora, Coahuila y
Durango. Su asociación con La Familia le había abierto, desde Michoacán, la ruta del Pacífico.
En
los pliegues del estado de Guerrero, los Beltrán habían fincado uno de
sus principales centros de operación. A cambio de un millón de dólares
compraron los favores del subdirector operativo de la Policía Ministerial, Julio López Soto.
“Trabajaban
sin problemas”, señaló el chofer de este jefe policiaco. Según se
demostró después, controlaban también a los principales mandos de la AFI destacados en la zona. Su ala ejecutora, Los Pelones, conformada por 350 pistoleros, muchos de ellos reclutados en la Mara Salvatrucha, se movía con libertad por el estado, ostentando armas de grueso calibre.
Una
mañana, el subdirector al que compraron los Beltrán fue levantado por
Los Zetas. Tony Tormenta había enviado a 120 de ellos a disputar la
plaza, con un mensaje de su lugarteniente, Gregorio Saucedo, El
Caramuela: “Que les iba a rajar la madre a todos los pelones y a todos
los que tomaron parte en la repartición del millón de dólares que le
dieron a Julio, el subdirector, y que reciban un saludo del señor Goyo
Sauceda”.
El lugarteniente de Arturo Beltrán, Édgar Valdez Villarreal, La Barbie,
tomó nota del mensaje y decidió devolver el saludo. Lo hizo con la
ejecución prime time de uno de Los Zetas que llegaban de avanzada al
territorio.
En mayo de 2005, tres ex militares procedentes de Nuevo Laredo fueron ubicados en Zihuatanejo por La Barbie. Un comando de hombres vestidos de negro, en cuyos uniformes aparecían las siglas de la AFI,
los levantó. No les tomó mucho confesar que pertenecían al cártel del
Golfo. Confesaron también que en la bahía de Acapulco los aguardaba uno
de sus cómplices.
El
Zeta que los esperaba en Acapulco iba a ser la estrella principal de un
narcovideo que estremeció al país. Se llamaba Juan Miguel Vizcarra y
había llegado a la bahía simulando pasar, en compañía de su novia, unas
vacaciones. Vizcarra le había confesado a su pareja sus verdaderas
intenciones: “Lo que hago es llevarme personas, y estamos aquí en
Acapulco buscando gente del otro cártel; estamos buscando a unos tipos
que entraron a nuestro territorio y asesinaron a miembros de la familia
Zeta. Mi misión es llevarme a los responsables”.
Agregó:
“Estamos en la boca del lobo, ya que si nos atrapa la policía, no nos
llevarán a las autoridades, sino con los jefes de la organización”.
El
15 de mayo, el Zeta recibió dos llamadas. Al colgar la primera vez,
dijo: “Atraparon a esos idiotas en Zihuatanejo”. Al colgar la segunda:
“Estamos jodidos, ya atraparon a dos de mi destacamento… cuando atrapan a
uno los atrapan a todos”.
Así
fue. Vizcarra y su novia intentaron salir del hotel para volver a su
estado. En la puerta los esperaban varios hombres con siglas de la AFI.
Esa madrugada —relata el semanario Proceso— el cártel del Golfo intentó comunicarse a la oficina del procurador general de la República. No
hubo éxito. Dejaron un mensaje: “Los comandantes de las plazas de
Acapulco y Zihuatanejo, el día de ayer, detuvieron a cinco Zetas, los
cuales fueron entregados a gente de Arturo Beltrán… si éstos no son
puestos a disposición en un término de 48 horas, desataremos una guerra
contra estas dos plazas, no importando si hay agentes nuevos o viejos,
incluso le levantaremos a la prensa nacional al titular de la AFI”.
Pero Los Zetas no fueron puestos a disposición: se los entregaron a La Barbie. A la novia de Vizcarra la dejaron ir.
Ese
mismo día los miembros del destacamento fueron videograbados, con el
rostro desfigurado a golpes, mientras respondían mansamente a los
cuestionamientos lanzados por un interlocutor invisible. Hacia el final
de la grabación, ese interlocutor, La Barbie, se acercó a Vizcarra con una pistola en la mano y le descerrajó un tiro en la sien: “¿Y tú qué, güey?”.
El
narcovideo desató una investigación federal, puesta en marcha por el
subprocurador José Luis Santiago Vasconcelos, en la que resultaron
involucrados un subcomandante de la AFI, un jefe regional y una decena de agentes. Los indiciados formaban parte del círculo de confianza del entonces director de la AFI,
Genaro García Luna. Desató también una serie de ejecuciones en serie.
En poco tiempo fueron asesinados un jefe de seguridad del Ayuntamiento y
un teniente de corbeta que se había infiltrado entre Los Pelones. En
julio de 2005 el ex procurador de Justicia, José Robles Catalán, fue
tiroteado mientras desayunaba en el restaurante La Perla. En
los tres meses siguientes se registró la desaparición de 27
tamaulipecos. A cuatro de ellos los enterraron vivos. Balaceras y
persecuciones se volvieron moneda corriente en las calles del puerto: en
enero de 2006, Zetas y Pelones se enfrascaron en una refriega que duró
30 minutos. Una tarde apareció un hombre descuartizado. Sus miembros
habían sido repartidos en cinco bolsas de plástico. Junto a él, una
cartulina: “Ahí está tu gente, aunque te proteja la afi, soldados y
otras corporaciones, sigues tú Edgar Valdez Villarrreal (barbie), Arturo
Beltrán Leyva, y tú, Lupillo, sigue riéndote que te voy a encontrar.
Atentamente, La Sombra”.
El atentado
La investigación abierta por el subprocurador general de la República,
José Luis Santiago Vasconcelos, a raíz de la difusión del narcovideo de
Acapulco, provocó que los operadores de Arturo Beltrán movieran sus
piezas dentro de la SIEDO
“para calmar las cosas”. Pero Vasconcelos seguía siendo una piedra en
el zapato de Beltrán. Era él, precisamente, el que había llevado la
indagatoria que reveló sus nexos con Los Pinos. Era él quien había
manejado el caso del reportero Jiménez Mota, desatando la operación que
cubrió de llamas el estado de Sonora.
Con el cambio de administración Santiago Vasconcelos había dejado la Subprocuraduría, para pasar al área jurídica y de asuntos internacionales de la PGR. El
hombre que luego de 14 años en el combate a las drogas conocía como
nadie las entrañas del narcotráfico en México quedó bajo la protección
de un puñado de escoltas. Arturo Beltrán decidió que había llegado la
hora de ajustarle las cuentas.
El
17 de diciembre de 2007 varias camionetas de lujo, una de ellas con
placas de Estados Unidos, se instalaron en una calle del sur de la
ciudad. Los encargados de un negocio de hamburguesas describieron a los
individuos que las tripulaban como “hombres con facha de
guardaespaldas”. Varias motos con antenas y equipos de comunicación se
acercaron a ellos. De pronto, el grupo se desplazó hacia Fuentes del
Pedregal. Tenía la misión de reconocer el terreno, la ruta que Santiago
Vasconcelos cubría diariamente para llegar a su casa. El plan se frustró
de manera fortuita. Esa madrugada, alertadas por la presencia
sospechosa de las camionetas, 15 patrullas de la policía capitalina
acordonaron la zona. Cinco sujetos fueron aprehendidos.
No
se detuvo, sin embargo, la operación. Desertores del ejército habían
desarrollado el plan y recomendado las armas necesarias para penetrar el
alto blindaje de que estaba dotado el auto del ex subprocurador. Los
Beltrán sabían que Santiago Vasconcelos llegaba a su casa a las 12 de la
noche. Para evitar que ocurriera lo de la vez anterior, un nuevo
comando abordó tres camionetas viejas, una de ellas modelo 1971. El plan
consistía en cerrar el paso al convoy del funcionario, formado por
cuatro autos, y accionar un lanzagranadas contra su vehículo. El resto
del grupo bajaría entonces de las camionetas, vomitando fuego.
José
Luis Santiago Vasconcelos no fue detectado por los pistoleros. Había
decidido tomar, a partir de aquel día, unas vacaciones. El nerviosismo
de uno de los sicarios llamó la atención de una patrulla, que se acercó
para checar el vehículo. Adentro había tres hombres con armas largas y
chalecos con las siglas FEDA (Fuerzas Especiales de Arturo).
Vasconcelos
fue enterado de los planes de los Beltrán esa misma noche. El encargado
de comunicarle la detención de los sicarios fue su sucesor en el cargo,
Noé Ramírez Mandujano, que un año más tarde quedaría formalmente preso
bajo cargos de cohecho y delincuencia organizada, acusado de recibir
pagos de 450 mil dólares a cambio de poner a la SIEDO bajo las órdenes de los Beltrán.
La conexión Morelos
22 de octubre de 2008. A las puertas de la Procuraduría
de Justicia del estado de Morelos, tres vehículos aguardan la salida
del subprocurador, Andrés Dimitriades Juárez. La orden es ejecutarlo.
Dentro de las unidades hay 12 hombres, cada uno con un arma larga. El
jefe del grupo es un agente de la Policía Metropolitana
llamado Esteban Royaceli. Le dicen El Royal. Uno de los participantes
en la ejecución —un agente apodado El Negro— relató más tarde: “De la Procuraduría
nos iban a avisar cuando saliera el subprocurador Dimitriades, y como a
las 10 de la noche nos avisaron que salió en un coche blanco, con dos
escoltas. Se inició la persecución por la avenida Zapata”.
Dimitriades
advirtió que lo iban siguiendo. Con el acelerador a fondo, tomó la
carretera México-Cuernavaca, con dirección a Acapulco. Comenzaron a
dispararle desde un Megane. Declaró El Negro: “Le pegaron un tiro al
chofer y se estrelló contra una barda y allí fue cuando todos comenzaron
a dispararle a Dimitriades”.
El
mes anterior habían sido asesinados el director de la policía de
Jiutepec, Jorge Alberto Vargas, y su chofer. El comando dirigido por
Esteban Royaceli les dio el “cerrón” cuando salían de la casa del
funcionario. Subieron a ambos a una camioneta y los llevaron a una casa
de seguridad.
“Se le reclamó que si ya había arreglo, por qué no lo había respetado”, contó El Negro.
El
jefe policiaco acababa de poner a disposición de Dimitriades a un grupo
de pistoleros de los Beltrán, a los que había aprehendido en posesión
de varias armas de fuego. El hecho de faltar al “arreglo” le valió ser
torturado por dos horas, antes de que Royaceli se decidiera a
asesinarlo. Su chofer fue ahorcado con un lazo. El Royal le cortó el
dedo índice de la mano derecha, y se lo metió en la boca, enrollado en
un billete de 20 dólares. Los dos cuerpos fueron abandonados en el
camino a Temixco.
Según
la investigación PGR/SIEDO/UEIDCS/166/2009, las ejecuciones habían sido
ordenadas por Alberto Pineda Villa, El Borrado, uno de los principales
operadores de Arturo Beltrán Leyva en la entidad. La pesquisa reveló que
El Borrado y su hermano, Mario Pineda Villa, El MP, habían creado un
ejército de gatilleros integrado por asesinos reclutados en las calles y
cooptados en las policías locales.
Pero
eso no se supo hasta tiempo después, cuando Royaceli y El Negro fueron
detenidos en el Estado de México en momentos en los que conducían un
cargamento de armas.
De
momento, la ejecución de Dimitriades creó un clima de histeria en la
entidad. El secretario de Seguridad Pública de Morelos, Luis Ángel
Cabeza de Vaca, fue criticado por no haber actuado para detener a los
asesinos: en el 066 se habían recibido más de ocho llamadas reportando
la balacera. Cuando la prensa le preguntó si existían datos de la
presencia de los hermanos Beltrán en la zona, Cabeza de Vaca respondió:
“En caso de existir la presencia del narcotráfico en el estado, la
propia PGR realizará las investigaciones necesarias”.
Cabeza de Vaca pasaba por alto el reciente asesinato del director operativo de la Policía Ministerial,
Víctor Enrique Payán. Lo habían encontrado en la cajuela de su auto,
con tiro de gracia, lastimaduras en el cuello y un mensaje que rezaba:
“Así les va a pasar a todos los que anden con Joaquín El Chapo Guzmán,
Ismael El Mayo Zambada e Ignacio Nacho Coronel”.
La noche del 5 de mayo de 2009 no quedó duda, en todo caso, de la penetración del narcotráfico en el estado. Una indagación de la Policía Federal culminó en una residencia ubicada a menos de 100 metros
de la casa de gobierno del mandatario estatal, Marco Antonio Adame. En
esa casa se verificaba una fiesta. Alguien había llevado un cerdo. Los
invitados hacían carnitas. Elementos del grupo Indio recibieron la orden
de entrar. Dos helicópteros iluminaron la fachada. Dos camiones de
asalto blindados se detuvieron frente al portón. Los federales no
hallaron al hombre que buscaban, Alberto Pineda Villa, El Borrado, pero
detuvieron a sus tíos, y también a los padres de éste. Tenían 73 y 59
años, respectivamente. Tenían, también, seis armas largas y siete
cortas.
La
abogada Raquenel Villanueva fue contratada para defenderlos (sería
masacrada en Nuevo León el 9 de agosto de 2009). En los días que
siguieron, aparecieron 10 narcomantas dirigidas a Felipe Calderón, con
amenazas para Genaro García Luna. Una de ellas decía: “Felipe Calderón
estamos conscientes de nuestros actos, pero en total desacuerdo en que
involucren a padres, hermanos y demás familiares; es una regla mundial
que ha existido en todos los tiempos (la familia se respeta)”.
Las
declaraciones que rindieron El Negro y El Royal tras su aprehensión en
el Estado de México provocaron la captura del comandante de la Policía Ministerial, Salvador Pintado, con 11 gramos
de cocaína encima y armamento de uso reservado para el ejército. Lo
habían señalado como encargado de negociar con el gobierno de Adame un
conjunto de puestos clave para la organización Beltrán.
La
detención de los padres de El Borrado, la captura de Pintado y las
declaraciones de los asesinos del subprocurador Dimitriades, formaron un
coctel altamente explosivo. El primero en sufrir los efectos fue el
secretario de Seguridad Pública del estado, Luis Ángel Cabeza de Vaca
(el mismo que dudaba de la existencia del narcotráfico en Morelos). El
Negro y El Royal lo señalaron como protector del cártel de los Beltrán.
Cuando fue detenido por el ejército, su esposa publicó un desplegado en
el que afirmaba que el funcionario “únicamente recibió órdenes” del
gobernador Adame. Un juez le decretó formal prisión por el delito de
colaboración en delincuencia organizada.
El
segundo en caer fue el secretario de Seguridad Pública de Cuernavaca,
Francisco Sánchez González. El tercero, el procurador de Justicia del
estado, Francisco Coronado. La ola expansiva corrió incontenible. El 10
de mayo, militares detuvieron en Yautepec a 34 policías municipales, así
como al secretario de Seguridad Pública local.
Dentro de la estructura de los Beltrán, El Borrado tenía la tarea de recibir información filtrada por la SIEDO. Un agente de la AFI,
Francisco Javier Jiménez, El Pinocho, era el contacto que lo enlazaba
con el coordinador técnico de esa corporación, Miguel Colorado González
(otro de los funcionarios detenidos durante la Operación Limpieza).
Según la averiguación 0241/2008, El Borrado también fue responsable de
“enganchar” al subprocurador Noé Ramírez Mandujano, hoy sujeto a proceso
en Nayarit. El nivel de El Borrado en el cártel era semejante al de
Sergio Villarreal, El Grande. La detención de sus padres lo puso fuera
de sí.
Información
manejada por Proceso señala que en octubre de 2008 el secretario de
Seguridad Pública, Genaro García Luna, fue interceptado en la carretera
de Tepoztlán por un número indeterminado de pistoleros que viajaban en
vehículos blindados. Según el semanario, García Luna habría recibido el
siguiente mensaje: “Este es el primero y último aviso para que sepas que
sí podemos llegar a ti si no cumples con lo pactado”.
La DEA
circuló la versión de que El Borrado, desesperado por la prisión de sus
padres, le pidió a Arturo Beltrán Leyva la ejecución del secretario
García Luna. No hay reporte de la respuesta de Beltrán, pero sí indicios
de que inició su propia “operación limpieza” dentro del cártel, a fin
de pacificar el estado. El 12 de septiembre de 2009 el cadáver de Mario
Pineda Villa, El MP, hermano de El Borrado, fue hallado en la Autopista
del Sol, a la altura de Huitzilac, con una manta que decía: “Así
terminan los traidores y los secuestradores. Aquí está El MP”. Firmaba:
“El Jefe de Jefes”.
Días
después, el cuerpo del propio Borrado apareció calcinado dentro de un
auto en Jantetelco. En poco más de un mes se registraron 25 ejecuciones.
Todas ellas acompañadas con mantas, cartulinas, mensajes: “Esto les
pasa a los secuestradores, le pido a toda la ciudadanía no lo tomen a
mal, es por el bien de todos, atentamente El Jefe de Jefes”.
Junto
a dos cuerpos torturados se encontró en Moyotepec este narcomensaje:
“Comando: Rafael Deita López (alias lágrimas) robo a mano armada,
Maximino lopez por robo a casa habitación y robo de cobre de luz y
fuerza y Telmex, tú sabes que esta plaza siempre ha sido mía nos
equivocamos al poner un par de traidores y cobardes como el mp y el
borrado de los cuales tú aprendiste las mañas, no seas cobarde… mi gente
y yo estamos listos para pelear con quien sea, no me importa que te
apoye el chapo, mago, nacho coronel, lobo valencia y los michoacanos, no
vamos a permitir secuestros ni extorsiones deja de amenazar familias.
Atte. Jefe de jefes”.
Ese
fue el mes en que Héctor El Negro Saldaña y tres acompañantes fueron
hallados en una camioneta en la delegación Miguel Hidalgo, al poniente
de la ciudad de México, con un mensaje firmado por El Jefe de Jefes:
“Por secuestradores. Job 38:15”. (Job 38:15: “Entonces la luz fue
quitada a los impíos”.) Ese fue el mes en el que el alcalde de San Pedro
Garza, Nuevo León, que medio año atrás había sido grabado al momento de
afirmar que había llegado a un acuerdo con los Beltrán Leyva para
detener los secuestros en el municipio, anunció la muerte de El Negro
Saldaña —¡cuatro horas antes de que la policía se enterara!
Saldaña
era un narcotraficante ligado a los Beltrán. Tras la detención de un
operador de éstos, logró apoderarse de la plaza de San Pedro y comenzó
el secuestro de familiares de la cúpula empresarial de Monterrey. Exigía
rescates de hasta cinco millones de pesos y llegó a realizar hasta tres
secuestros por semana. El alcalde de San Pedro, Mauricio Fernández, fue
grabado en una reunión de empresarios ante los que confesó que eran los
Beltrán, y no la policía, los que habían evitado que San Pedro Garza se
deteriorara: sus familias vivían ahí, antes que traficar con drogas les
interesa la seguridad de éstas.
“O
sea, o montamos todo este aparato de seguridad, que ellos tampoco están
en contra porque es para sus propias familias también… No sé cómo
decirte, o sea, lo que yo voy a tratar de hacer, hasta ahora me estoy
dando cuenta de que no está tan complicado como yo imaginé, porque los
propios Beltrán Leyva están de acuerdo… Está más arreglado de lo que te
puedas imaginar, si entramos rápido”.
La
nueva estrategia de Arturo Beltrán, ¿consistía en pacificar los
territorios donde operaba a cambio de que las autoridades lo dejaran
traficar? Algunos analistas creyeron advertir que El Barbas dirigía toda
clase de guiños al gobierno federal.
Desde
su ruptura con El Chapo había vuelto a aliarse con Vicente Carrillo,
pactó con Heriberto Lazcano, entabló relaciones con los sucesores de los
Arellano Félix. No sólo controlaba la frontera norte, sino también el
corredor del Pacífico. Según Jorge Fernández Menéndez, mientras El Chapo
tenía los mejores contactos y la capacidad de operación para traer
droga a México, Beltrán tomaba la frontera y una buena parte del
litoral.
El
enfrentamiento entre ambos capos explicaba la violencia en que el país
había vivido sumergido. No era una lucha —dice Fernández Menéndez— por
el control del territorio, sino por la supervivencia de sus cárteles.
En
los peores días de la refriega con su antiguo aliado, Beltrán había
hecho colocar esta narcomanta: “Con todo respeto a su investidura Sr.
Presidente le pedimos que abra los ojos y se dé cuenta de la clase de
personas que tiene en la PFP
nosotros sabemos que usted no tiene conocimiento de los arreglos que
tiene Genaro García Luna desde el sexenio de Fox con el Cártel de
Sinaloa que protege al Mayo Zambada, a Los Valencia, Nacho Coronel y
Chapo Guzmán… Pedimos que pongan a personas que combatan al narco de
forma neutral y no incline la balanza a un solo lado”.
Sabía que estaba en marcha la cacería que terminó en la torre Elbus del fraccionamiento Altitude, el 16 de diciembre de 2009.
La batalla de Cuernavaca
Esta
es la leyenda que ha quedado impresa en periódicos, revistas y
declaraciones ministeriales. El sábado 5 de diciembre Arturo Beltrán
Leyva fue padrino de un bautizo en Puebla. Permaneció en la entidad
hasta el jueves 10, día en que decidió volver a Morelos. Su convoy era
tan aparatoso que llamó la atención de la Policía Ministerial.
Vino el tiroteo. La gente que caminaba por avenida Hidalgo y el bulevar
Forjadores se tiró al piso. Dos judiciales quedaron heridos y un
municipal murió.
Beltrán
tuvo dejar atrás a cinco de sus gatilleros y también 11 vehículos. Huyó
en helicóptero desde el hotel Villa Florida. Según el director
operativo de la DEA, Anthony Placido, iba herido. El contralmirante José Luis Vergara, vocero de la Secretaría
de Marina, dijo que no: la noche siguiente reapareció en una posada en
el fraccionamiento Los Limoneros, a las afueras de Tepoztlán. El
lugarteniente Manuel Briones, ex agente de la Policía Metropolitana
que se integró al cártel como sucesor de El Borrado, se encargó de su
seguridad. De Briones dependía el ejército de Halcones que realizaba en
el estado labores de vigilancia: a él se le achaca el asesinato de 40 de
los miembros “incómodos” de la organización delictiva.
Los sicarios que Beltrán había dejado atrás en Puebla fueron llevados en avión a las instalaciones de la SIEDO para ser interrogados. Una versión señala que el capo sinaloense había sido detectado por la DEA
desde que visitó a un cirujano plástico en el Hospital Ángeles de
Puebla. El cruce de datos provocó que en una reunión del gabinete de
seguridad se decidiera entregar la información al almirante José Luis
Figueroa. Desde la presidencia se ordenó que el operativo corriera a
cargo de la Secretaría de Marina.
Alrededor
de las dos de la mañana, cuando la música alcanzaba su mayor
intensidad, la operación comenzó. Los marinos irrumpieron en el
fraccionamiento. Vecinos reportan que la balacera duró dos horas.
Beltrán volvió a dejar a sus sicarios atrás. Huyó en un vehículo Toyota,
posiblemente en compañía de La Barbie. Briones,
el encargado de su seguridad, bajó por una barranca y se escondió en la
maleza un día entero. Municipales de Cuernavaca y agentes de la SIEDO aparecieron en el fraccionamiento cuando el tiroteo era más tupido, pero se retiraron sin tomar parte en la operación. La Armada
aseguró a 40 personas, 11 de las cuales eran sicarios. El resto,
músicos y sexoservidoras. En la casa fueron hallados 280 mil dólares, 20
armas, mil 700 municiones. Hubo tres muertos (entre ellos, una vecina
del fraccionamiento). El vehículo en el que supuestamente habían
escapado los capos fue hallado en Cuernavaca. Tenía huellas de sangre en
la manija de la puerta izquierda y en el asiento delantero. Una versión
señala que Beltrán volvió a ser detectado por la DEA
tras recibir atención médica en un nosocomio de la capital morelense.
Había dejado como domicilio el departamento que ocupaba en el condominio
Altitude.
El 16 de diciembre los miembros del gabinete de seguridad fueron informados con sólo 20 minutos de anticipación de que la Armada
iba a iniciar en Cuernavaca el operativo de captura de Arturo Beltrán
Leyva. Se pidió al responsable de la 24 Zona Militar, el general
Leopoldo Díaz, que cubriera el perímetro.
De
acuerdo con documentos consultados por el reportero Ricardo Ravelo, un
cocinero declaró que Beltrán Leyva iba a comer, aquel día, precisamente
con el general Leopoldo Díaz. Declaró también que el capo estaba en
compañía de La Barbie,
pero que éste desapareció antes de que comenzaran las acciones. Beltrán
había sido informado por su círculo de seguridad, Los Zafiros, sobre
movimientos extraños en la calle. De acuerdo con el vocero de la Secretaría
de Marina, supo que iban por él desde la una de la tarde, cuatro horas
antes de que iniciaran los disparos, cuando un helicóptero sobrevoló el
conjunto Altitude: “Él ya sabía. Cuando escuchó el ruido del helicóptero
se percató de eso, entonces se fue a su lugar y se preparó para hacer
frente; él sabía que tarde o temprano iban a llegar por él”.
A
las nueve de la noche, con seis pistoleros, Beltrán inició la defensa.
“Estuvo participando en el tiroteo en contra de nosotros, creo que eso
habla de que no estaba herido”, explicó el vocero.
Según la Marina,
desde el mediodía y hasta las cinco de la tarde, los integrantes de las
fuerzas especiales desalojaron a los habitantes de las 12 torres que
forman el conjunto Altitude. Más de 100 efectivos se desplegaron en el
lugar. Se dio la orden de ataque: desde vehículos artillados los marinos
accionaron ametralladoras 7.62. Beltrán y sus hombres respondieron
desde las ventanas del departamento 201 con granadas y ráfagas de AK-47.
Dos sicarios que se hallaban en la planta baja abrieron fuego contra los miembros de la Armada.
“Fueron abatidos de inmediato”. Otros tres resistieron el asedio
durante cuatro horas. Un marino fue alcanzado por una granada de
fragmentación en las escaleras de emergencia. Se decidió detener la
incursión, hasta que el parque de Beltrán se agotara. Mientras, los
vehículos artillados siguieron atacando. Dos sicarios de Beltrán
murieron en la sala. Cuando comprendió que estaba perdido, un tercero,
el hijo de un famoso narco, El Chalo Araujo, saltó por los ventanales
para suicidarse. Durante su caída, una bala expansiva le reventó en la
espalda.
La
última comida de El Jefe de Jefes, el hombre que compraba voluntades a
cambio de millones de dólares y traficaba cargamentos que se medían en
toneladas; el hombre de las joyas, los animales exóticos, los ranchos,
los palacios, las avionetas, consistió en unos huevos con jamón que bajó
a sorbos dados a una Coca-Cola de plástico. Había hecho llamar a dos
masajistas, una de 18 años, otra de 44, con las que pasó sus últimas
horas.
Según la Marina,
a las nueve de la noche Beltrán abrió la puerta del departamento y
enfrentó a los efectivos con intenciones de huir hacia el elevador. Le
dispararon a menos de tres metros de distancia. Una de las balas le
arrancó el hombro de cuajo.
Las
primeras fotos lo muestran, no en la puerta del departamento, sino en
el interior de éste, con una bebida energética junto a las manos. De
acuerdo con la versión oficial, los marinos lo hallaron con los
pantalones en las rodillas y la playera alzada hasta el pecho. “Yo creo
que él cayó herido y a lo mejor le aflojaron la ropa, lo jalaron y fue
que quedó en esa posición. Ya estaba así”, dijo el almirante José Luis
Vergara.
Una
foto muestra a tres civiles embozados, vestidos con sudaderas y guantes
de látex rojo, bajándole los pantalones hasta más allá de las rodillas,
y colocando al cadáver sobre una sábana blanca. En una tercera foto,
esos mismos personajes comienzan a desplegar, macabramente, joyas y
billetes ensangrentados sobre el cuerpo.
No se ofreció explicación oficial sobre la vejación del cadáver. Tampoco sobre la identidad de los civiles embozados.
El almirante Vergara sostuvo que el objetivo de la Armada
era capturar al delincuente con vida. “Pero asumió una actitud de no
dejarse atrapar”. En un acta ministerial que las autoridades no han dado
a conocer, las dos masajistas afirmaron que Arturo Beltrán se había
rendido, que su último gesto fue el de entregarse, antes de morir
desangrado en un departamento de lujo.
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