Para dejar constancia
de ello, repetiré lo que ya he dicho muchas veces antes: no me uno a
ninguno de ellos ni apruebo ningún grupo o movimiento político. Más
concretamente, desapruebo, no estoy de acuerdo, y no tengo ninguna
conexión con la última aberración de algunos conservadores, los llamados
“hippies de la derecha”, que tratan de seducir a los más jóvenes o más
descuidados de mis lectores, alegando ser a la vez seguidores de mi
filosofía y defensores del anarquismo. Quien ofrezca esa combinación
está confesando su incapacidad para entender ambas ideas. El anarquismo
es la noción más irracional y anti-intelectual jamás fraguada por
algunos marginales – limitados por lo concreto, ignorantes del contexto,
adoradores de caprichos – del movimiento colectivista, que es donde esa
noción realmente pertenece.
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Sobre todo, no os unáis a grupos o movimientos ideológicos
equivocados, simplemente con el fin de “hacer algo”. Por “ideológicos”
(en este contexto), me refiero a grupos o movimientos que proclaman
objetivos políticos vagamente generalizados, indefinidos (y,
por lo general, contradictorios). (Por ejemplo, el Partido Conservador,
que subordina la razón a la fe, y sustituye capitalismo por teocracia; o
los hippies “libertarios”, que subordinan la razón a sus caprichos, y
sustituyen capitalismo por anarquismo.) Unirse a tales grupos significa
invertir la jerarquía filosófica y traicionar tus principios
fundamentales para poder conseguir algún tipo de acción política
superficial que está destinada al fracaso. Significa que estás ayudando a
derrotar tus ideas y a darles la victoria a tus enemigos. (Para un análisis de las razones, ver “La anatomía del compromiso” en mi libro Capitalismo: El Ideal Desconocido.)
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Los “libertarios”. . . plagian el
principio de Ayn Rand de que ningún hombre puede iniciar el uso de la
fuerza física, y lo tratan como un absoluto revelado y fuera de
contexto. . .
En la batalla filosófica por una
sociedad libre, la conexión crucial que hay que defender es la que
existe entre capitalismo y razón. Los conservadores religiosos quieren
conectar capitalismo con misticismo; los “libertarios” conectan
capitalismo con un subjetivismo adorador de caprichos, y con el caos de
la anarquía. Cooperar con cualquiera de esos grupos es traicionar al
capitalismo, a la razón, y al futuro de uno mismo.
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En la década de 1930, los “liberales”
tenían un programa de amplias reformas sociales y un espíritu de
cruzada; abogaban por una sociedad planificada, hablaban en términos de
principios abstractos, y proponían teorías de una naturaleza
predominantemente socialista. En su mayoría, eran especialmente
sensibles a la acusación de que querían ampliar el poder del gobierno, y
casi todos ellos aseguraban a sus opositores que el poder del gobierno
era sólo un medio temporal para un fin: un fin “noble”, liberar al
individuo de su servidumbre a las necesidades materiales.
Hoy en el campo “liberal” nadie habla más de una sociedad
planificada; todas esas cosas – programas de largo plazo, teorías,
principios, abstracciones y “fines nobles” – ya han pasado de moda. Los
“liberales” modernos se ríen de cualquier preocupación política con
asuntos de envergadura, como la sociedad como un todo o la economía en
su conjunto; ahora, su preocupación es con proyectos y demandas
puntuales, limitados a lo concreto, inmediatos, sin importarles el
costo, el contexto o las consecuencias. “Pragmáticos” – no “idealistas” –
es su adjetivo favorito cuando se les pide que justifiquen su
“posición”, como ellos la llaman, no su “postura”. Son militantes que se
oponen a la filosofía política; denuncian conceptos políticos como
siendo “rótulos”,” etiquetas”, “mitos”, “ilusiones”, y se resisten a
cualquier tentativa de que sus propios puntos de vista sean
“etiquetados”, o sea, identificados. Son beligerantemente anti-teóricos y
– con un carcomido manto de intelectualidad aún colgando de sus hombros
– son anti-intelectuales. El único vestigio de su antiguo “idealismo”
es el citar de forma cansina, cínica y ritualística un conjunto de
desgastados slogans “humanitarios”, cuando la ocasión lo requiere.Cinismo, incertidumbre y miedo son la insignia de una cultura que ellos siguen dominando porque nadie más llena ese vacío. Y lo único que no sólo no se ha quedado anticuado en su equipo ideológico, sino que ha crecido salvajemente de forma cada vez más brillante y clara a través de los años, es su ansia de poder: de un poder gubernamental autócrata, estatista y totalitario. No es el brillo de una cruzada, no es la lujuria de un fanático con una misión; es más como el brillo en los ojos vidriosos de un sonámbulo cuyo desesperado estupor se tragó tiempo atrás la memoria de su propósito, pero que sigue aferrándose a su arma mística en la obstinada creencia de que “debería haber una ley”, que todo funcionaría si alguien impusiese una ley, que todos los problemas pueden ser resueltos con el poder mágico de la fuerza bruta.
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