El Gobierno de EE.UU. debería, aunque sienta vergüenza, reconocer que ha perdido la batalla que inició su peor presidente, Richard Nixon, hace 40 años
La oficina del inspector general del Departamento de Justicia de los Estados Unidos publicó un informe en el que, entre otros, denunció que miembros de la Drug Enforcement Administration —DEA, la organización del gobierno estadounidense encargada de luchar en contra de los traficantes de droga–, han participado en fiestas pagadas por narcotraficantes colombianos.
Así las cosas, la guerra contra las drogas no solo no logró acabar con el cultivo de drogas, ni frenar los canales de tráfico, ni mucho menos impedir la distribución y el consumo al detal en los mercados internacionales.
No solo generó una poderosa herramienta de corrupción en países como Colombia, ni tan solo convirtió a unos bienes que alteran la realidad, como lo son las drogas, en combustibles del conflicto armado colombiano; combustible clave para comprender la degradación y la extensión territorial y periódica del mismo.
No solo la guerra contra las drogas se convirtió en una guerra de los Estados, no en contra de los narcotraficantes, sino en contra de sus propios ciudadanos. No en contra de los narcotraficantes porque con ellos los Estados sí negocian, tanto en Estados Unidos como en Colombia, y se convierten en ciudadanos perdonados y, muy posiblemente, siguen delinquiendo como antes.
En su naturaleza, la guerra contra las drogas implica que el Estado puede quitarle la libertad a los ciudadanos de elegir consumir lo que quieran, incluso lo que les hace dañoEn contra de los ciudadanos porque son ellos los que pagan largas penas de cárcel por consumir o por vender al detal, o por trabajar para las estructuras criminales asociadas a la cadena productiva de las drogas. Pero, además, son los ciudadanos las principales víctimas, dando sus vidas, sea por razones directas o indirectas, como consecuencia de las drogas.
No solo la guerra contra las drogas se ha convertido en una excusa para que los Estados restrinjan las libertades. La mera conversión de estas en amenazas a la seguridad de los Estados llevó a la restricción de diferentes tipos de libertades, como consecuencia de la supuesta necesidad de perseguir la supuesta amenaza.
Pero, además, en su naturaleza, la guerra contra las drogas implica que el Estado puede quitarle la libertad a los ciudadanos de elegir consumir lo que quieran, incluso lo que les hace daño, y de crear empresas en el sector que consideren adecuado.
No solo provocó todo lo anterior. Además, se convirtió en una vergüenza internacional. Por un lado, no alcanzó ninguno de los objetivos para los que se lanzó. Por el otro, al mantenerse en el tiempo, a pesar de su inutilidad, de su carácter inmoral, generó un anclaje global.
El anclaje se evidencia en que hubo hasta hace muy poco una tendencia a la autoperpetuación de la política. Esto, debido a la creación de burocracias, como la de la DEA, encargadas del tema; de la consolidación de discursos de los líderes políticos en los que primaba el intento por excusar los fracasos a través de una retórica condescendiente y tontamente optimista; de la justificación, tan utilizada por los Gobiernos en el mundo entero, de mostrar los fracasos no como resultado de las políticas equivocadas o de la imposibilidad por resolver ciertos temas, sino de la falta de recursos.
Este proceso de anclaje, a su vez, desencadenó un cúmulo de consecuencias no anticipadas. La persecución convirtió el negocio en uno atractivo para personas predispuestas a la criminalidad, lo que llevó, a su vez, a incrementar la situación de violencia en países como Colombia o en zonas donde las drogas eran el negocio imperante. De igual manera, esto incrementó también la corrupción de gobiernos y funcionarios.
Ahora tenemos pruebas de que quienes están encargados de perseguir a los narcotraficantes, lo que hacen es ser sus amigos y formar parte de sus fiestasLo de los agentes de la DEA no es de sorprender, entonces. Y la cosa no se resuelve solo con un castigo. Aunque los castigos fueran ejemplarizantes, terminarían creándose diferentes estrategias para esconder mejor sus relaciones con narcotraficantes y los regalos que de ellos reciban.
El Gobierno federal de los Estados Unidos debería ya –aunque sienta vergüenza producto del anclaje–, reconocer el fracaso de la guerra que lidera desde los años 70 –impulsada, por cierto, por uno de los peores, si no el peor presidente en su historia, Richard Nixon.
Muchos de los estados al interior de este país están legalizando la marihuana, así como otros en el mundo; desde hace mucho tiempo la justicia estadounidense negocia con los narcotraficantes; hay una discusión internacional sobre lo adecuado de cambiar la estrategia. Ahora, tenemos más pruebas de que quienes están supuestamente encargados de perseguir a los narcotraficantes, lo que hacen es ser sus amigos y formar parte de sus fiestas.
Mientras tanto, quiénes quieren consumir, lo hacen y quiénes quieren vender, producir o traficar, también. Las autoridades no pudieron acabar con esto porque tal cosa era imposible, además de inmoral. Ahora deberían retirarse con la poca dignidad que les queda y dedicar sus esfuerzos a las funciones que por tanto tiempo han descuidado, todo por creer que el Estado es el mejor para decidir por los demás lo que debemos hacer.
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