Brasil: tiempos de temer
Por Álvaro Vargas Llosa
Cuando en un país los muchachos en la
escuela son capaces de nombrar al presidente interino de la Cámara de
Diputados y los comercios programan su cierre en función del tumulto que
habrá a ciertas horas del día, la señal no es buena. Pero… los brasileños han esperado mucho tiempo a que sus dirigentes reconduzcan al país y no lo han hecho.
Por tanto, están forzando acontecimientos que se miden mejor con la
escala de Richter que con papel periódico. Por ejemplo, la caída, el
miércoles pasado, de un gigante: la Presidenta de Brasil, Dilma
Rousseff. No, no ha habido un golpe de Estado: ha sido la
consecuencia traumática de un modelo de ejercicio del poder, el
“petismo” (por el partido gobernante), que ha hecho crisis terminal.
Cómo y por qué, y con qué lo reemplazarán, es lo que los apuntes que
siguen pretenden -riesgosamente- explicar desde un Brasil en el que
hasta los árboles y las piedras parecen querer hacer historia.
La maraña jurídico-constitucional
Desde que 367 diputados votaron a favor
de la destitución de Dilma, la batalla jurídica y constitucional se ha
intensificado al ritmo de la política. La presidenta optó por dos vías
para tratar de salvarse.
La primera tuvo como protagonista al
presidente interino de la Cámara, Waldir Maranhao, cuyo partid(ito) fue
aliado de la dictadura militar y hoy recibe instrucciones del gobernador
comunista del estado de Maranhao. Este diputado trató de revertir la
decisión de la Cámara Baja, que había enviado el impeachment al Senado,
pero a las pocas horas retrocedió porque su partido lo amenazó con la
expulsión y la opinión pública reaccionó con indignación ante lo que vio
como una arlequinada risible. El proceso siguió su curso en el
Senado, con el resultado sabido: la suspensión de Dilma por un máximo de
180 días mientras dura el juicio político y su reemplazo en el cargo
por Michel Temer, su vicepresidente.
La segunda vía empleada por Dilma fue la
del Supremo Tribunal Federal. Un solo juez supremo, Teori Zavascki,
tuvo en sus manos la tremenda decisión, aunque se descontaba desde el
inicio que, en nombre de la separación de poderes, rehusaría paralizar
el proceso. Así fue. Da una idea de la dinámica que han tomado los
acontecimientos el que casi todos los miembros de esa máxima instancia
judicial deban su cargo al oficialismo, y en gran parte a Lula da Silva,
pero no se atrevan ya a proteger a la presidenta suspendida.
Las vías constitucionales para
dar solución final a lo que sucede son claras. Si el Senado vota a favor
de la destitución definitiva, Dilma no volverá a la Presidencia. Si
vota lo contrario, regresará. Si sucede lo primero, y es lo que la
mayoría de enterados asume, Temer gobernará hasta finales de 2018,
culminando el período presidencial vigente. No se puede
descartar que el propio Temer sea objeto de un impeachment, algo muy
improbable, o que el Tribunal Superior Electoral anule las elecciones en
las que Dilma fue elegida, con el argumento de que la manipulación del
presupuesto público -la causa formal de su suspensión- influyó en el
resultado, en violación de la legalidad. En ese caso, habría comicios
anticipados.
El escenario que descuentan los
sabihondos es que Temer gobernará hasta 2018 y que tomará medidas
correctivas impopulares porque entiende que no puede ser candidato en
las próximas elecciones. Acepta que su paso por la historia es de muy
corta duración.
El populismo en versión brasileña
Para entender por qué Dilma ha sido
arrasada por el movimiento de regeneración surgido al socaire de las
revelaciones sobre la corrupción, hay que entender los antecedentes
políticos y económicos. De otro modo no se comprende que Dilma, quien en
lo personal no se ha beneficiado económicamente del fabuloso sistema de
sobornos monetarios y favores políticos de todos estos años de
“petismo”, haya sido suspendida y con toda probabilidad acabe siendo
destituida del todo. A simple vista hay una contradicción en que sea
ella la que paga el precio político más humillante cuando fue la mujer
que al inicio de su gobierno dejó caer a seis ministros para no
protegerlos y la que, ya iniciado el proceso conocido como “Lava-Jato”,
se negó a poner obstáculos a la policía y a los jueces, como se lo
pedían sus partidarios y sus colaboradores. Pero…
Brasil mezcla un sistema
político ingobernable que Fernando Henrique Cardoso ha llamado el
“presidencialismo de coaliciones” con un modelo de desarrollo basado en
el dirigismo estatal y el proteccionismo, el consumo artificial, la
expansión monetaria y un gasto público que ha hecho crecer el tamaño del
Estado del 20 al 40% del PIB desde 1990. En lo
político, la ausencia de partidos nacionales capaces de gobernar en
solitario implica la necesidad de que los gobiernos se recuesten en
algunos de los 28 partidos existentes. En lo económico, el sistema
implica que sólo en tiempos de bonanza internacional o cuando se heredan
unas finanzas más o menos ordenadas se tiene margen para sostener por
un tiempo el artificio antes descrito.
Mientras duró el “boom” de los
commodities y la herencia de Cardoso, a Lula le fue de maravilla. Hay
que añadir que, a diferencia de Dilma, que es más ideológica y, como
académica, bastante menos dada a la negociación que su antecesor, el ex
tornero y sindicalista tenía flexibilidad suficiente para dar a los
inversores ciertos espacios de acción. La suspendida mandataria, en
cambio, los asfixió casi desde el primer momento.
El último año en que la economía creció
con lozanía fue 2010. Desde entonces la actividad económica rodó por la
pendiente hasta alcanzar el penoso registro de los últimos dos años (en
2016 se contraerá un 5%).
A esa clase media emergente que creía en
el consumo infinito y el empleo abundante, le cayó entonces encima el
piano de la realidad. El Estado pudo sostener a duras penas la
redistribución en favor de los más pobres y en parte gracias a ello la
base dura del PT sigue siendo leal. Pero esos millones de brasileños que
se habían sumado al entusiasmo por el “petismo” le dieron la espalda
apenas la crisis económica tocó sus bolsillos. Que en semejante contexto
saltara a la luz el esquema de corrupción de “Lava-Jato” es algo que
sólo podía desembocar en un maelström de reclamos. Y así fue como
millones de ciudadanos se volcaron a las calles, creando el clima
tumultoso que condujo a los aliados del gobierno a darle la espalda a
Dilma, animando a una tímida oposición que iba dos pasos por detrás a
comprarse la idea del impeachment para cortar el nudo político y, quizá,
al inicio de la regeneración institucional (algo que no sabemos si
ocurrirá).
Del “petismo” al sentido común
La pregunta es quién le pone el cascabel
al gato de las reformas urgentes. ¿Se lo pone Temer, un hombre que
asume el mando con un dígito de aceptación popular y que carece de
legitimidad social aun si goza de justificación constitucional? ¿Se lo
pone el próximo gobierno a partir de inicios de 2019? ¿Puede el país
esperar tanto sin provocar peores formas de rebelión popular? ¿Cuánto
falta para que surja un outsider fascistón con arrastre popular? ¿Y qué
riesgo hay de que la respuesta del PT, los sindicatos y el Movimiento de
los Sin Tierra, que ya están invadiendo propiedades de los adversarios
de Dilma, sea muy violenta?
El PMDB y Michel Temer
Las respuestas a estas preguntas las
tienen el improbable Temer y el aun más improbable Partido del
Movimiento Democrático Brasileño, organización democrática que vivió su
momento de gloria con la Presidencia de José Sarney (indirectamente
lograda) y que desde entonces ha sido incapaz de ganar unas elecciones
presidenciales pero que tiene siempre en sus manos la llave de la
gobernabilidad. Su apoyo protegió a Dilma el año pasado; el retiro de
ese respaldo supuso su alejamiento del poder.
Partido tradicional donde los haya, hecho de artimañas y no de ideas, carente de otro proyecto que no sea alojarse en el engranaje del poder, el PMDB en cierta forma es el más poderoso del país en términos institucionales, aun si no puede rivalizar en bases populares con el PT. Temer, también bajo sospechas éticas, tiene ahora una responsabilidad grave: poner orden en una casa donde todo empuja al desorden, sin la autoridad necesaria para que los demás lo obedezcan. ¿Cómo se cuadra un círculo así?
Partido tradicional donde los haya, hecho de artimañas y no de ideas, carente de otro proyecto que no sea alojarse en el engranaje del poder, el PMDB en cierta forma es el más poderoso del país en términos institucionales, aun si no puede rivalizar en bases populares con el PT. Temer, también bajo sospechas éticas, tiene ahora una responsabilidad grave: poner orden en una casa donde todo empuja al desorden, sin la autoridad necesaria para que los demás lo obedezcan. ¿Cómo se cuadra un círculo así?
Todos los actores políticos, referentes
empresariales y periodistas a los que pude incordiar esta semana en
Brasil me dijeron lo mismo: es más imperiosa la necesidad de que Temer ponga un poco de orden que la de pasarle factura.
Ahora, añadían por lo general, todo depende de que él quiera hacer
reformas impopulares, tres o cuatro a lo sumo, para cerrar una brecha
fiscal que alcanza la turbulenta cifra de casi 10% del PIB y contener
una deuda que va escalando la montaña a velocidad de vértigo, controlar
una inflación que podría rondar el 10% y permitir un respiro a los
inversores, hoy paralizados (el nivel de inversión total equivale apenas
a un 15% del PIB).
La clave está en el recuerdo de Itamar
Franco, el hombre que reemplazó a Collor de Mello en 1992 tras la
renuncia de éste cuando su impeachment prosperaba. Franco decidió
entonces que su papel era el de un caretaker y no el de un aspirante al
poder prolongado, y que las circunstancias lo habían colocado en un
posición que apenas le permitía rozar la gloria un instante. Lo
que hace falta hoy es más urgente y grave; sólo si Temer asume la
casualidad que lo ha colocado en la Presidencia con parecida humildad
podrá iniciar unas reformas incomprendidas que darán inicio al cambio de
modelo y de clima político y moral. Tarea que corresponderá ampliar y
profundizar al próximo gobierno, elegido y por tanto legitimado por las
urnas.
Las primeras señales no son malas,
empezando por el nombramiento de Henrique Meirelles, ex presidente del
Banco Central durante el gobierno de Lula, como Ministro de Hacienda, un
tipo con la cabeza bien amueblada, y el de Ilan Goldfajn, el
prestigioso economista jefe de Itaú, como presidente del Banco Central, a
quien sólo me pareció escucharle cosas sensatas la víspera del
impeachment, cuando no sospechaba que sería convocado. Aunque, de
acuerdo con el “presidencialismo de coaliciones”, Temer ha tenido que
dar ministerios a políticos de algunos partidos para asegurarse la
gobernabilidad (el más conocido es José Serra, ex gobernador de Sao
Paulo, del PSDB de Cardoso, ahora canciller), ha arrancado reduciendo de
32 a 23 el número de carteras. En los tiempos del “petismo” los
ministerios habían sufrido una fea hinchazón.
Estas son sólo tímidas señales
iniciales y es temerario pronosticar nada. Por ahora, el primer país de
América Latina tiene nuevo presidente y la calle bulle de impaciencia.
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