Ignacio Moncada
La ciudad de Nogales está dividida en dos por una verja. Los
habitantes al norte y al sur de dicha verja disfrutan del mismo clima,
de idénticas condiciones geográficas, son de la misma raza y tienen la
misma inteligencia. Sin embargo, los habitantes al norte de la verja
tienen una renta per cápita tres veces superior a sus vecinos del sur,
mucha mejor formación y una mayor calidad de vida. La razón de esta
extraña diferencia es, sencillamente, que Nogales del Norte forma parte
de Estados Unidos mientras que Nogales del Sur está en territorio
mexicano. Unos pertenecen a un país más rico y otros a un país más
pobre. Pero ¿por qué motivo Estados Unidos es más rico que México?
En su libro Why Nations Fail, los economistas Daron Acemoglu, del MIT, y James A. Robinson, de la Universidad de Harvard, abordan esta gran cuestión de fondo: ¿Por qué unos países son ricos y otros son pobres? Esta obra no sólo se ha convertido en un superventas. Además tiene el mérito de haberse consolidado en poco tiempo como un libro de referencia en materia de desarrollo económico. Para debatir sobre por qué unos países son más ricos que otros, el libro de Acemoglu y Robinson se ha convertido en parada obligada. Y hay que reconocerles el acierto, en mi opinión, de haber puesto la lupa en el lugar adecuado.
La pregunta de por qué unos países son más ricos y otros más pobres ha ocupado a muchos intelectuales a lo largo de la historia. Algunos autores, como Montesquieu, Jeffrey Sachs o Jared Diamond, han propuesto que las diferencias de riqueza entre países se deben a los distintos climas y características geográficas. Otros pensadores, como Max Weber, achacan las diferencias de riqueza entre países a las diferentes culturas, religiones, creencias y valores de sus habitantes, y otros incluso a su raza, inteligencia o conocimientos. Muchos otros, sobre todo economistas e instituciones internacionales, señalan que el causa de la diferencia es la ignorancia de los gobernantes de los países pobres, que quieren sacar adelante sus países pero no saben cómo. Sin embargo, de acuerdo con Acemoglu y Robinson, todas éstas son malas teorías que no logran explicar por qué unos países se vuelven ricos y otros no. Lo que hay que analizar para saber por qué fracasan los países no es otra cosa que sus instituciones.
El caso de la ciudad de Nogales ilustra cómo poblaciones homogéneas viviendo en idénticos climas y geografías pero sometidas a diferentes marcos institucionales, originan diferencias sustanciales en la prosperidad. Un caso aún más llamativo es el de Corea, una población homogénea dividida en dos tras la Segunda Guerra Mundial por una arbitraria frontera trazada a la altura del paralelo 38. Apenas unas décadas después, Corea del Sur se convertía en uno de los países más ricos del mundo y Corea del Norte en uno de los más pobres. Otros casos similares son los de Botswana y Zimbabwe, o los de Alemania Occidental y Alemania Oriental. Acemoglu y Robinson se sirven de estos y otros ejemplos que nos brinda la historia para ilustrar que la razón por la que unos países se vuelven ricos y otros se quedan pobres no reside en el clima, ni en la geografía, ni en las características de la población, sino en sus instituciones.
Acemoglu y Robinson hacen la distinción crucial entre dos tipos de instituciones: las instituciones inclusivas y las instituciones extractivas. En países como Estados Unidos, Corea del Sur, Botswana o Alemania Occidental, por tomar los ejemplos comparativamente más ricos de los pares anteriores, han predominado las instituciones inclusivas. Éstas habrían hecho posible “el fomento de la actividad económica, el aumento de la productividad y la prosperidad económica”. Sin embargo, en países como México, Corea del Norte, Zimbabwe o Alemania Oriental habrían predominado las instituciones extractivas. En ellas se encuentra la causa de haber quedado rezagados respecto a sus respectivos vecinos ricos. Pero, ¿en qué se diferencian exactamente las instituciones inclusivas y las extractivas?
Las instituciones inclusivas son aquéllas que “ofrecen seguridad de la propiedad privada, un sistema jurídico imparcial y servicios públicos que proporcionen igualdad de condiciones en los que las personas puedan realizar intercambios y firmar contratos; además de permitir la entrada de nuevas empresas y dejar que cada persona elija la profesión a la que se quiere dedicar”. A continuación recalcan que “garantizar la propiedad privada es crucial, ya que solamente quienes disfruten de este derecho estarán dispuestos a invertir y aumentar la productividad”, puesto que “una persona de negocios que teme que su producción sea robada, expropiada o absorbida totalmente por los impuestos tendrá pocos incentivos para trabajar, y muchos menos incentivos aún para llevar a cabo inversiones o innovaciones”.
Por contra, las instituciones extractivas son aquellas “que tienen propiedades opuestas a las instituciones inclusivas. Son extractivas porque tienen como objetivo extraer rentas y riqueza de un subconjunto de la sociedad para beneficiar a un subconjunto distinto”. Los países pobres han tendido a padecer gobiernos tiránicos, corruptos, extractivos. Una élite toma el poder político, por la fuerza o por el voto, desde dentro o desde fuera, y lo emplea para extraer rentas y privilegios para ellos mismos y sus amigos. Las instituciones extractivas tienden a perpetuarse, y además, dicen los autores, “crean incentivos para las luchas internas por el control del poder y sus beneficios”, ya que “quien controla el Estado se convierte en beneficiario de este poder excesivo y de la riqueza que genera”.
La teoría que proponen Acemoglu y Robinson tiene, en mi opinión, una gran virtud y un pequeño defecto. Su gran virtud es que logra una teoría sencilla y que funciona. Es cierto que si observamos aquellos países en los que predomina el respeto a la propiedad privada, un sistema jurídico imparcial, unos ciertos servicios públicos básicos y una regulación que no bloquee el emprendimiento, el ahorro y la innovación, estaremos observando los que en la actualidad son los países más ricos del mundo. Son los que comúnmente se denominan países capitalistas. Si tomamos un índice que mida, aún con imperfecciones, estos parámetros, como el Índice de Libertad Económica del Heritage Foundation, vemos con claridad que este sistema está fuertemente correlacionado con el nivel de prosperidad, de reducción de pobreza, de bienestar, de esperanza de vida y de movilidad social.
La pega que, en mi opinión, cabe achacar a la teoría de Acemoglu y Robinson es que peca en exceso de ambigüedad. Para casos extremos funciona a la perfección: es obvio que casos de gobiernos absolutistas, dictaduras totalitarias o regímenes comunistas encajan con la definición de instituciones extractivas; y países con democracias liberales parecen encajar más con la definición de instituciones inclusivas. Pero a la hora de desarrollar la teoría para entrar en los detalles, los autores se vuelven vagos, la teoría se torna borrosa. No en vano, una teoría política que es capaz de arrancar aplausos al mismo tiempo de socialdemócratas, liberales clásicos y hasta de algún anarcocapitalista como Walter Block (ver cuarta reseña), ha de ser en cierto modo ambigua cuando se baja a los detalles. Tal vez, deliberadamente ambigua.
Donde esta ambigüedad es más acusada, y donde da pie a mayor debate, es en la discusión sobre el rol del Estado en los países de instituciones inclusivas. Acemoglu y Robinson defienden, ante todo, que “el poder político ha de estar limitado y suficientemente repartido”. Para los autores, “los derechos de propiedad seguros, las leyes, los servicios públicos y la libertad de contratación e intercambio recaen en el Estado, la institución con capacidad coercitiva para imponer el orden, luchar contra el robo y el fraude y hacer que se cumplan los contratos entre particulares”. Y añaden: “Para que funcione bien, la sociedad también necesita otros servicios públicos: red de carreteras y de transportes para poder trasladar las mercancías; infraestructuras públicas para que pueda florecer la actividad económica, y algún tipo de regulación básica para impedir el fraude y las malas conductas. A pesar de que muchos de estos servicios públicos los pueden ofrecer los mercados y los particulares, el grado de coordinación necesario para hacerlo a gran escala suele ser exclusivo de una autoridad central”. Así, en función de lo que cada uno entienda como “servicios públicos necesarios” y de en qué medida deben ser proporcionados por el mercado o por el Estado, la propuesta política de Acemoglu y Robinson puede ser interpretada en un rango que va desde una socialdemocracia intrusiva hasta el liberalismo clásico.
Cuando leemos el título del libro, Why Nations Fail, inevitablemente se nos viene a la mente otro título: The Wealth of Nations, de Adam Smith. Considerado generalmente una de las obras de referencia del liberalismo clásico, también tenía por objeto investigar qué causaba que los países se volvieran ricos, y también señalaba que la razón residía en el marco institucional de los mismos. Pero el paralelismo no acaba ahí. De hecho, la fórmula empleada para definir el papel del Estado en el libro de Acemoglu y Robinson recuerda mucho a las tres funciones que expone Smith: defensa ante agresiones externas; protección de la injusticia y la opresión de otros miembros de la sociedad mediante la administración de justicia; y la función, ambigua y abierta, de “establecer y sostener aquellas instituciones y obras públicas que, aun siendo ventajosas en sumo grado a toda la sociedad, son, no obstante, de tal naturaleza que la utilidad nunca podría recompensar su costo a un individuo o a un corto número de ellos”. Y aquí, parecen decir tanto Smith como Acemoglu y Robinson, incluya usted lo que desee.
En conclusión, el libro Why Nations Fail, de Daron Acemoglu y James A. Robinson, tiene la virtud de poner la lupa ahí donde corresponde, en las instituciones, para averiguar por qué unos países se enriquecen y otros no. Además de ser una lectura entretenida y estimulante, llena de casos y pasajes de la historia, acierta en términos generales al proponer el sistema de la libertad y de la propiedad privada como motor de la prosperidad de las naciones. Pero, como hemos comentado, permanece en ciertos aspectos ambiguo cuando se trata de descender a los detalles. Aspectos que, por desgracia o por fortuna, dan pie para continuar el debate.
En su libro Why Nations Fail, los economistas Daron Acemoglu, del MIT, y James A. Robinson, de la Universidad de Harvard, abordan esta gran cuestión de fondo: ¿Por qué unos países son ricos y otros son pobres? Esta obra no sólo se ha convertido en un superventas. Además tiene el mérito de haberse consolidado en poco tiempo como un libro de referencia en materia de desarrollo económico. Para debatir sobre por qué unos países son más ricos que otros, el libro de Acemoglu y Robinson se ha convertido en parada obligada. Y hay que reconocerles el acierto, en mi opinión, de haber puesto la lupa en el lugar adecuado.
La pregunta de por qué unos países son más ricos y otros más pobres ha ocupado a muchos intelectuales a lo largo de la historia. Algunos autores, como Montesquieu, Jeffrey Sachs o Jared Diamond, han propuesto que las diferencias de riqueza entre países se deben a los distintos climas y características geográficas. Otros pensadores, como Max Weber, achacan las diferencias de riqueza entre países a las diferentes culturas, religiones, creencias y valores de sus habitantes, y otros incluso a su raza, inteligencia o conocimientos. Muchos otros, sobre todo economistas e instituciones internacionales, señalan que el causa de la diferencia es la ignorancia de los gobernantes de los países pobres, que quieren sacar adelante sus países pero no saben cómo. Sin embargo, de acuerdo con Acemoglu y Robinson, todas éstas son malas teorías que no logran explicar por qué unos países se vuelven ricos y otros no. Lo que hay que analizar para saber por qué fracasan los países no es otra cosa que sus instituciones.
El caso de la ciudad de Nogales ilustra cómo poblaciones homogéneas viviendo en idénticos climas y geografías pero sometidas a diferentes marcos institucionales, originan diferencias sustanciales en la prosperidad. Un caso aún más llamativo es el de Corea, una población homogénea dividida en dos tras la Segunda Guerra Mundial por una arbitraria frontera trazada a la altura del paralelo 38. Apenas unas décadas después, Corea del Sur se convertía en uno de los países más ricos del mundo y Corea del Norte en uno de los más pobres. Otros casos similares son los de Botswana y Zimbabwe, o los de Alemania Occidental y Alemania Oriental. Acemoglu y Robinson se sirven de estos y otros ejemplos que nos brinda la historia para ilustrar que la razón por la que unos países se vuelven ricos y otros se quedan pobres no reside en el clima, ni en la geografía, ni en las características de la población, sino en sus instituciones.
Acemoglu y Robinson hacen la distinción crucial entre dos tipos de instituciones: las instituciones inclusivas y las instituciones extractivas. En países como Estados Unidos, Corea del Sur, Botswana o Alemania Occidental, por tomar los ejemplos comparativamente más ricos de los pares anteriores, han predominado las instituciones inclusivas. Éstas habrían hecho posible “el fomento de la actividad económica, el aumento de la productividad y la prosperidad económica”. Sin embargo, en países como México, Corea del Norte, Zimbabwe o Alemania Oriental habrían predominado las instituciones extractivas. En ellas se encuentra la causa de haber quedado rezagados respecto a sus respectivos vecinos ricos. Pero, ¿en qué se diferencian exactamente las instituciones inclusivas y las extractivas?
Las instituciones inclusivas son aquéllas que “ofrecen seguridad de la propiedad privada, un sistema jurídico imparcial y servicios públicos que proporcionen igualdad de condiciones en los que las personas puedan realizar intercambios y firmar contratos; además de permitir la entrada de nuevas empresas y dejar que cada persona elija la profesión a la que se quiere dedicar”. A continuación recalcan que “garantizar la propiedad privada es crucial, ya que solamente quienes disfruten de este derecho estarán dispuestos a invertir y aumentar la productividad”, puesto que “una persona de negocios que teme que su producción sea robada, expropiada o absorbida totalmente por los impuestos tendrá pocos incentivos para trabajar, y muchos menos incentivos aún para llevar a cabo inversiones o innovaciones”.
Por contra, las instituciones extractivas son aquellas “que tienen propiedades opuestas a las instituciones inclusivas. Son extractivas porque tienen como objetivo extraer rentas y riqueza de un subconjunto de la sociedad para beneficiar a un subconjunto distinto”. Los países pobres han tendido a padecer gobiernos tiránicos, corruptos, extractivos. Una élite toma el poder político, por la fuerza o por el voto, desde dentro o desde fuera, y lo emplea para extraer rentas y privilegios para ellos mismos y sus amigos. Las instituciones extractivas tienden a perpetuarse, y además, dicen los autores, “crean incentivos para las luchas internas por el control del poder y sus beneficios”, ya que “quien controla el Estado se convierte en beneficiario de este poder excesivo y de la riqueza que genera”.
La teoría que proponen Acemoglu y Robinson tiene, en mi opinión, una gran virtud y un pequeño defecto. Su gran virtud es que logra una teoría sencilla y que funciona. Es cierto que si observamos aquellos países en los que predomina el respeto a la propiedad privada, un sistema jurídico imparcial, unos ciertos servicios públicos básicos y una regulación que no bloquee el emprendimiento, el ahorro y la innovación, estaremos observando los que en la actualidad son los países más ricos del mundo. Son los que comúnmente se denominan países capitalistas. Si tomamos un índice que mida, aún con imperfecciones, estos parámetros, como el Índice de Libertad Económica del Heritage Foundation, vemos con claridad que este sistema está fuertemente correlacionado con el nivel de prosperidad, de reducción de pobreza, de bienestar, de esperanza de vida y de movilidad social.
La pega que, en mi opinión, cabe achacar a la teoría de Acemoglu y Robinson es que peca en exceso de ambigüedad. Para casos extremos funciona a la perfección: es obvio que casos de gobiernos absolutistas, dictaduras totalitarias o regímenes comunistas encajan con la definición de instituciones extractivas; y países con democracias liberales parecen encajar más con la definición de instituciones inclusivas. Pero a la hora de desarrollar la teoría para entrar en los detalles, los autores se vuelven vagos, la teoría se torna borrosa. No en vano, una teoría política que es capaz de arrancar aplausos al mismo tiempo de socialdemócratas, liberales clásicos y hasta de algún anarcocapitalista como Walter Block (ver cuarta reseña), ha de ser en cierto modo ambigua cuando se baja a los detalles. Tal vez, deliberadamente ambigua.
Donde esta ambigüedad es más acusada, y donde da pie a mayor debate, es en la discusión sobre el rol del Estado en los países de instituciones inclusivas. Acemoglu y Robinson defienden, ante todo, que “el poder político ha de estar limitado y suficientemente repartido”. Para los autores, “los derechos de propiedad seguros, las leyes, los servicios públicos y la libertad de contratación e intercambio recaen en el Estado, la institución con capacidad coercitiva para imponer el orden, luchar contra el robo y el fraude y hacer que se cumplan los contratos entre particulares”. Y añaden: “Para que funcione bien, la sociedad también necesita otros servicios públicos: red de carreteras y de transportes para poder trasladar las mercancías; infraestructuras públicas para que pueda florecer la actividad económica, y algún tipo de regulación básica para impedir el fraude y las malas conductas. A pesar de que muchos de estos servicios públicos los pueden ofrecer los mercados y los particulares, el grado de coordinación necesario para hacerlo a gran escala suele ser exclusivo de una autoridad central”. Así, en función de lo que cada uno entienda como “servicios públicos necesarios” y de en qué medida deben ser proporcionados por el mercado o por el Estado, la propuesta política de Acemoglu y Robinson puede ser interpretada en un rango que va desde una socialdemocracia intrusiva hasta el liberalismo clásico.
Cuando leemos el título del libro, Why Nations Fail, inevitablemente se nos viene a la mente otro título: The Wealth of Nations, de Adam Smith. Considerado generalmente una de las obras de referencia del liberalismo clásico, también tenía por objeto investigar qué causaba que los países se volvieran ricos, y también señalaba que la razón residía en el marco institucional de los mismos. Pero el paralelismo no acaba ahí. De hecho, la fórmula empleada para definir el papel del Estado en el libro de Acemoglu y Robinson recuerda mucho a las tres funciones que expone Smith: defensa ante agresiones externas; protección de la injusticia y la opresión de otros miembros de la sociedad mediante la administración de justicia; y la función, ambigua y abierta, de “establecer y sostener aquellas instituciones y obras públicas que, aun siendo ventajosas en sumo grado a toda la sociedad, son, no obstante, de tal naturaleza que la utilidad nunca podría recompensar su costo a un individuo o a un corto número de ellos”. Y aquí, parecen decir tanto Smith como Acemoglu y Robinson, incluya usted lo que desee.
En conclusión, el libro Why Nations Fail, de Daron Acemoglu y James A. Robinson, tiene la virtud de poner la lupa ahí donde corresponde, en las instituciones, para averiguar por qué unos países se enriquecen y otros no. Además de ser una lectura entretenida y estimulante, llena de casos y pasajes de la historia, acierta en términos generales al proponer el sistema de la libertad y de la propiedad privada como motor de la prosperidad de las naciones. Pero, como hemos comentado, permanece en ciertos aspectos ambiguo cuando se trata de descender a los detalles. Aspectos que, por desgracia o por fortuna, dan pie para continuar el debate.
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