Alberto
Mansueti
Una de las diferencias entre el “Socialismo del
siglo XXI” y el socialismo del siglo XX, es que el del siglo pasado era de
“partido único”, el socialista oficial; y todos los demás, incluso socialistas,
eran prohibidos por ley, o casi. Pero el de ahora es un socialismo de varios
partidos, que hasta compiten en elecciones, y se turnan en el poder, ¡pero
todos son socialistas!
En la Alemania de Hitler, su Partido Nacional
Socialista era el único legal; y lo mismo en la Italia del socialista Benito
Mussolini: su Partido Nacional Fascista, adherido al Socialismo “con
características nacionales”, había aplastado a los demás. Lo propio en la Rusia
de Lenin y Stalin con el Partido Comunista, y tras la ocupación soviética de
1948, en todos los países de Europa Oriental.
Este sistema de partido único sigue vigente hoy
día en Cuba, China, Corea del Norte, Laos, Vietnam, Zimbabwe, Angola y otros
países de socialismo duro o comunismo, aún cuando en China la economía es en
gran parte capitalista. Pero en la gran mayoría de países socialistas ahora,
como por ej. Venezuela, México, Brasil y Argentina, partidos de “izquierda
dura” conviven con uno o más partidos de izquierda blanda. Son distintas caras
de la misma moneda. Y la moneda es falsa.
Recuerda que un país es socialista cuando ha
aplicado todos y cada uno de los 10 Puntos del Programa del Manifiesto
Comunista de 1848, y por tanto el Estado es propietario o controla casi todos
los sectores de la economía, y la educación, además de la atención médica, y
las jubilaciones y pensiones, a través de las leyes malas, cobrando altos
impuestos para mantener a la Nomenklatura.
Y no olvides la otra gran diferencia entre el
socialismo modelo siglo XX y el de este siglo XXI: hoy las izquierdas aplican
“marxismo cultural”, o sea que embisten contra la vida y la familia de modo
frontal y directo, impulsando el aborto, la “ideología de género”, y la
intolerancia religiosa y racial, además de la “lucha de clases” en el orden
económico.
En Venezuela, tenemos el PSUV oficialista, y la
MUD, coalición opositora, controlando la Asamblea Nacional, y varios Estados y
municipios. Las dos caras de la moneda: el socialismo rudo, chabacano,
agresivo, adherido al Foro de Sao Paulo; y el socialismo “democrático”, como
con soda, adherido a la Internacional Socialista. Lo mismo en México: el duro
es López Obrador, con su partido “Morena”; y la otra cara es la “tecnocrática”
de la izquierda blanda, aliada con la derecha mala mercantilista en el “Pacto Por
México”, acuerdo suscrito por cuatro partidos, tras el socialismo “no
autoritario”, o “progresista” como le dicen: “no populista”, de corbata y sin
malos modales.
En Brasil tenemos el Partido de los Trabajadores,
oficialista, de Lula y Dilma; y en la oposición hay dos partidos socialistas:
el socialdemócrata PSDB (“tucanos”), y el Partido Democrático, que se dice “de
centro” pero sus ideas son más socialistas que las de Lenin y Gramsci juntos.
En Argentina han votado contra el peronismo, la rama local del socialismo “puro
y duro”, y por Macri, que tiene ideas casi igual de socialistas que Cristina,
pero es empresario (mercantilista), y de ojos azules.
Tema delicado: el racismo. Todas las izquierdas
promueven siempre la “lucha de clases” como método para conquistar, conservar y
aumentar el poder, lo único que les interesa. Y lo logran: en los cuatro países
mencionados, la pugna es feroz entre ambas izquierdas, y hay mucho encono entre
la clase popular, que apoya al socialismo duro, y la clase media, que favorece
al otro polo, al “progresismo”.
En este panorama, ya muy feo de por sí, hay dos
agravantes, ambos introducidos por el marxismo cultural: (1) el contenido
antireligioso de este neo-comunismo extremo que promueve el aborto, el
matrimonio homosexual y otros puntos afines, y que salvo excepciones (siempre
las hay), los apoya también el socialismo de clase media; (2) y la pelea tiene
ahora el ingrediente del odio racial.
En los cuatro países, el socialismo virulento
fomenta el racismo antiblanco en la clase popular, un racismo que no es menos
repugnante e inhumano que el racismo blanco. Y en este odio no hay tregua entre
los bandos enfrentados, como en general sí hay “consenso” en el odio contra la
religión.
¿Pero es nuevo este odio racial? No; es muy viejo.
Por eso su resurgimiento implica un retroceso histórico de siglos: hace 150 o
200 años, en días de nuestras Guerras independentistas y civiles, los más
violentos y radicales incitaban siempre a la plebe apelando a su condición de
negros, mestizos, zambos y mulatos. Hoy hacen lo mismo. E igualmente a lo que
pasó un siglo y medio o dos atrás, la provocación irresponsable, totalmente
injustificada, y de consecuencias nefastas aunque previsibles, ha generado una
ola de indisimulado racismo blanco en la clase media. Las
dos caras de la moneda, ahora son la blanca y la oscura.
Los ánimos están tan encrespados, que en las
elecciones ya no hay votos sino “antivotos”: hoy ya no se vota por un
candidato, sino contra otro candidato. Por eso todas las campañas ahora son
“sucias”: más que hablar bien de un postulante, te hablan los horrores de su
oponente. Y la gente es cínica: sabe que “su” candidato es una porquería, y en
confianza te lo admite. ¿Y por qué vota por ese? Porque “¡el otro es muchísimo
peor!” Es el “voto útil”, te dicen, por “el mal menor”.
Los liberales clásicos estamos muy en contra de
estas viciosas prácticas, de allí que en general no votamos, o votamos en
blanco, o anulando el voto. Pero no somos por eso “negativos”; tenemos un
Proyecto político, muy en positivo: las Cinco Reformas, muy completo e
integral, aunque a mediano plazo, sobre el cual puedes buscar información en
Internet.
Disculpa, la lectura de este artículo, ¿te hizo
bajar a la realidad? Si fue así, siento decirte, cumplió su cometido. ¡Hasta el
próximo, si Dios quiere!
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