Texto extraído del libro Hacia una Nueva Libertad: El Manifiesto Libertario de Murray Rothbard.Sería un ejercicio instructivo que intentáramos abandonar las formas habituales de ver las cosas, y consideráramos el argumento de la existencia del Estado de novo. Permítasenos dejar de lado el hecho de que, desde que tenemos memoria, el Estado ha monopolizado los servicios policiales y judiciales en la sociedad. Supongamos que debemos comenzar desde el principio, y que millones de personas han llegado a la Tierra después de haber crecido y haberse desarrollado completamente en otro planeta. Comienza el debate acerca de cómo se proveerá la protección (servicios policiales v judiciales). Alguien dice: “Entreguemos todos nuestras armas a Joe Jones y sus familiares, y dejemos que ellos decidan todas las disputas que surjan entre nosotros. De esa manera, podrán protegernos de toda agresión o fraude que cualquiera pueda cometer.
Si los Jones poseen todo el poder y toda la habilidad para tomar las decisiones finales sobre las controversias, estaremos protegidos unos de otros. Y entonces permitamos que los Jones obtengan sus ingresos por este gran servicio mediante el uso de sus armas, y logren por medio de la coerción tanto ingreso como deseen”. Seguramente, en una situación como la planteada, semejante propuesta sería considerada ridícula, dado que resultaría totalmente evidente que en ese caso no habría manera alguna de que cada uno pudiera protegerse a sí mismo de las agresiones, o depredaciones, de los Jones. Nadie estaría tan loco como para responder a esa constante, y muy perspicaz, pregunta: “¿Quién controla a los guardianes?”, como lo hace, con toda soltura, el profesor Black: “¿Quién controla al ecuánime?” Una respuesta tan absurda como ésta al problema de la protección y la defensa de la sociedad sólo es posible porque nos hemos acostumbrado, después de miles de años, a la existencia del Estado. Y, por supuesto, el Estado nunca comenzó realmente con esta suerte de “contrato social”. Tal como lo señaló Oppenheimer, tuvo su principio en medio de la violencia y la conquista; aun si algunas veces hubo procesos internos que dieron lugar al Estado, obviamente nunca fue por consenso o contrato general.
El credo libertario puede resumirse ahora como: 1) el derecho absoluto de cada hombre a la propiedad de su cuerpo; 2) el mismo derecho igualmente absoluto a poseer, y por ende a controlar, los recursos materiales que ha encontrado y transformado, y 3) en consecuencia, el derecho absoluto a intercambiar o entregar la propiedad de esos títulos a quienquiera que esté dispuesto a intercambiarlos o recibirlos. Tal como hemos visto, cada uno de estos pasos involucra derechos de propiedad, pero incluso si llamamos al paso (1) derechos “personales”, veremos que los problemas respecto de la “libertad personal” involucran de modo inextricable los derechos de la propiedad material o el libre intercambio. O, en suma, los derechos a la “libertad personal” y a la “libertad de empresa” casi invariablemente se entrelazan y no pueden en realidad ser separados. Hemos visto que el ejercicio de la “libertad de expresión” personal, por ejemplo, conlleva casi siempre el ejercicio de la “libertad económica”, es decir, la libertad de poseer e intercambiar la propiedad material. La realización de una reunión para ejercer la libertad de expresión implica alquilar un espacio, viajar hacia ese espacio a través de caminos y utilizar alguna forma de transporte, etc. La “libertad de prensa”, estrechamente relacionada, involucra en forma aun más evidente el costo de impresión y la utilización de una imprenta, y la venta de los folletos a compradores dispuestos a adquirirlos; en resumen, todos los ingredientes de la “libertad económica”. Además, el ejemplo con el que concluimos el capítulo anterior, a saber, “gritar ‘fuego’ en un teatro lleno de gente”, provee una guía clara para decidir los derechos de quién deben ser protegidos en una situación dada; nuestro criterio nos provee la guía: los derechos de propiedad.
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