Perú o los mitos invertidos
Por Álvaro Vargas Llosa
A Georges Polti, escritor francés
conocido por concebir 36 situaciones dramáticas, se le escapó la de las
últimas campañas electorales en el Perú: la de los mitos invertidos.
Si Pedro Pablo Kuczynski logra la proeza de ganar hoy las elecciones, será porque en los últimos días la candidatura de Keiko
Fujimori, que había hecho hasta entonces la campaña perfecta, sufrió
una desmitificación acelerada y porque PPK, que hasta ese momento no
había sido el candidato que medio país reclamaba que fuese, experimentó
el proceso contrario: la atropellada transformación de su liderazgo en
un relato mítico.
Me explico. La virtud mayor de Keiko
había sido sumar al voto nuclear del fujimorismo un voto que nadie más
en su familia o su partido estaba en condiciones de atraer. Un voto que
no sé si llamar desmemoriado porque sospecho que en la atracción que
ejerce la candidata sobre muchos votantes no tradicionales del
fujimorismo hay algo más complejo que la mera falta de memoria. Su
candidatura había logrado despertar en esos votantes prestados que le
daban ventaja en los sondeos la ilusión de purificar la mala memoria.
Pero una serie de hechos, en la recta
final, oscurecieron a esta candidata a la que antes parecía darle el sol
en la cara y que le había ganado el primer debate a PPK. El más grave
fue la revelación de que el secretario general de su partido, Joaquín
Ramírez, está siendo investigado por la DEA (además de instancias
peruanas), junto con otras personas de su familia y allegados, en
relación con un caso de lavado de dinero que remite a un tal Miguel
Arévalo, “Eteco”, del que Estados Unidos sospecha desde hace años que es
un narcotraficante de marca mayor.
La revelación por sí sola hubiera sido
bastante para instalar a los peruanos de regreso en los perturbadores
años 90. Pero quizá no habría bastado para desmitificar a la candidata:
podría haberse tratado, a ojos de muchos votantes no fanatizados, de una
solitaria manzana podrida. Pero todo lo que sucedió desde entonces
multiplicó la noticia, originalmente difundida por el programa Cuarto
Poder, de América Televisión, gracias a la colaboración de Univisión y
Gerardo Reyes, el jefe de investigadores de la cadena estadounidense.
Me refiero a las informaciones sobre el
papel medular, especialmente el financiero, que juega Ramírez en la
campaña de Keiko junto con otros miembros de su clan, cuyos negocios
abarcan desde actividades aerocomerciales hasta educativas; a la campaña
de destrucción que inició el fujimorismo contra los que difundieron o
hicieron suya la denuncia contra el secretario general; al cierrafilas
de la candidata y sus alfiles en torno a Ramírez, y cuando se hizo
necesario pedirle a éste que dejara temporalmente el cargo para apagar
el incendio, a una fallida operación, típica de los años de triste
recordación de Vladimiro Montesinos, el monje negro del gobierno
de Alberto Fujimori, diseñada para destruir la credibilidad del
principal testigo de la denuncia contra Ramírez y de los medios que
dieron originalmente voz a su testimonio.
El candidato a la Vicepresidencia de Keiko, del
que se creía que era un empresario decoroso pero acabó expuesto como un
zascandil y chisgarabís del que reniegan ahora propios y extraños,
entregó un audio fraudulento al ejecutivo de un canal dócil al
fujimorismo. En ese audio, se hacía decir al testigo de la
denuncia, un ex agente encubierto de la DEA, grabado en una conversación
privada, lo contrario de lo que en realidad decía. El candidato
a la Vicepresidencia, de nombre José Chlimper, tenía antecedentes
políticos que la amnesia nacional había borrado: fue ministro en el
truncado tercer gobierno de Fujimori, el del fraude electoral
de 2000, que se derrumbó cuando salieron a la luz las pruebas
definitivas de la corrupción conocidas como “vladivideos”. Lo fue cuando
las violaciones contra los derechos humanos, los robos y la demolición
de las instituciones públicas y privadas las conocía el país entero. En
sus asuntos privados, no había sido menos turbulento: había amenazado
con matar a balazos, hace unos años, a un grupo de huelguistas.
Pero nadie tenía esto presente hasta que su mano negra hizo llegar al
canal el audio de marras, difundido por un par de maleantes disimulados
bajo los atuendos del periodismo (han sido expulsados y su programa
cancelado).
Entre quienes defendieron al secretario
general de Keiko con ahínco y virulencia, y cómicas mentiras, al
conocerse la denuncia, estuvo él. (Uno de sus embustes, dicho sea al
margen, consistió en atribuirle a este desconcertado servidor el honor
excesivo de haber sido el autor secreto de la denuncia contra el
secretario general porque “trabaja” con Gerardo Reyes y “ha participado”
en reuniones con Univisión y la campaña de PPK en Miami. No tengo
contacto con Reyes, no vivo en Miami, no visito la ciudad desde hace dos
años y entonces lo hice sólo por una conferencia del Citibank, trabajo
por cuenta propia y el periodismo que ensayo, una parte del tiempo, es
únicamente el de opinión). La patraña del audio quedó al
descubierto pronto gracias a una periodista que delató lo sucedido y no
fue difícil, en el imaginario peruano, asociar lo acontecido con el
envilecimiento al que la dictadura sometió al periodismo.
Que el candidato a Vicepresidente y el
secretario general del fujimorismo quedaran en evidencia como salidos
directamente de los años 90 tenía que tener un efecto en una candidatura
cuya virtud había sido la de aparentar la regeneración del fujimorismo.
Lo tuvo: activó el resorte del antifujimorismo, que hasta entonces
estaba trabado en parte por la desmoralización y en parte porque PPK no
era visto como el enemigo frontal de Keiko que ese sector del país
necesitaba para ponerse en movimiento.
Faltaba algo más: la transformación del
propio PPK. Hasta el primer debate, su perfil era el del simpático
tecnócrata malquerido por la izquierda que suscitaba entusiasmo en un
segmento significativo pero reducido de ciudadanos y que, a pesar de
contar con un voto prestado del antifujimorismo, parecía incapaz de
desplazar a una Keiko que despuntaba. Pero el nuevo gran actor en
campaña: el antifujimorismo, el sentido de apocalipsis que las
revelaciones instalaron en muchos ciudadanos con memoria y la cercanía
angustiosa de la fecha electoral operaron en PPK una mudanza de talante
importante. Pasó entonces a ser lo que antes habían querido que fuera
los detractores del fujimorismo: un líder moral entregado a una causa
profiláctica que pasaba por cerrarle el paso al virus de los años 90.
Las fuerzas de la sociedad civil que desde 2000 han sido responsables de
mantener al fujimorismo alejado del poder se plegaron entonces a PPK
con cierto entusiasmo; hasta líderes de la izquierda como la ex
candidata Verónika Mendoza, que se habían pasado las primeras semanas
comparando a PPK con Keiko y emitiendo señales de equidistancia,
pidieron el voto por el economista. El Perú, como ha ocurrido en
todos los procesos desde el año 2000, se partió en dos: PPK emergió
como el improbable adalid de uno de sus dos bandos enfrentados sin
cuartel.
Pero en política no hay dos mitades
iguales. No es posible saber a estas alturas si los dramáticos días
finales de esta campaña han invertido las tendencias y PPK ha logrado, a
la hora undécima, una hazaña electoral. Pero sí es posible saber esto:
que las últimas dos semanas han moldeado de forma definitiva, aun antes
de empezar, las presidencias de Keiko o de PPK, según sea el caso.
Si gana Keiko, subirá al poder escoltada
por la convicción, compartida por millones de ciudadanos, de que su
ruptura con el pasado era una trampa mortal en la que hizo caer a la
democracia y a millones de ciudadanos engañados que no tuvieron tiempo
de saber la verdad. Y si gana PPK, subirá al poder obligado por
ese vasto tejido moral que es el antifujimorismo a no permitir que, en
sus necesarias negociaciones con la mayoría parlamentaria que manejará
el fujimorismo, sus compromisos esenciales con la causa democrática
pasen a un segundo plano.
Todo esto significa mucho. En el caso de
una Presidencia de Keiko, llegar al gobierno entre tanta denuncia y
sospecha significa tener que volar con un ala herida. La resistencia que
se habría producido con el tiempo frente a ella se acelerará porque
detrás de cada gesto o decisión presidencial se adivinará el propósito
de quedarse en el poder más allá de su mandato constitucional,
directamente o por intermedio de otro fujimorista.
El populismo que ella ya ha agitado ante
los electores y que habrá de emprender desde el poder para vencer las
resistencias del electorado del sur andino contra el fujimorismo, una
parte del país donde la izquierda es fuerte y que puede ser la rampa de
lanzamiento del Frente Amplio para las próximas elecciones,
probablemente cobrará más urgencia e intensidad que si la campaña no
hubiera tenido un cierre tan turbulento. En otras palabras: la polarización extrema acompañará al fujimorismo desde el inicio del gobierno.
En el otro escenario, el de una hazaña
de PPK, el Presidente se verá constantemente obligado a un ejercicio de
equilibrio, o de compaginación, francamente difícil y delicado: hacer lo
necesario para que se aprueben en un Congreso dominado por el
fujimorismo las grandes decisiones y, al mismo tiempo, ser el líder que
el antifujimorismo responsable de su eventual victoria le exige ser. Un
líder cercano a causas morales e institucionales que por alguna extraña
razón la derecha peruana cree que son patrimonio de la izquierda.
Cualquier sospecha de que PPK tiene como
prioridad una alianza con el fujimorismo para facilitar la marcha de su
administración podría reorientar esa energía poderosa que es el
antifujimorismo en contra suya. Al mismo tiempo, un gobernante
responsable entiende que si quiere tener un gobierno funcional no puede
operar sin un sentido de la realidad. Y la realidad dicta que un
PPK interesado en obtener resultados encuentre un espacio de interés
común con la bancada fujimorista sin ceder en los compromisos que ha
asumido ante quienes intentan hoy que llegue a Palacio de Gobierno.
Todo esto hubiera ocurrido en cualquier
caso. Pero el cierre turbulento de la campaña ha dado a ambas
eventualidades una intensidad y urgencia que no tenían. Los adversarios
de Keiko ya no tienen esperanza alguna de que ella sea distinta de lo
que fue siempre el fujimorismo; los votantes de PPK creen tener derecho a
exigirle un compromiso personal mayor del que le hubieran exigido si no
hubiesen tenido que movilizarse por él y convertirlo en líder de la
salvación moral (a él, un hombre que, con su formación, su temperamento y
sus 77 años, está en el fondo más interesado en hacer las cosas
razonablemente bien que en pasar a la historia o ser héroe).
Fascinante fin de campaña, sin duda. Queda flotando en el ambiente esta terrible pregunta: ¿Logrará el Perú alguna vez superar el encono profundo que dejó el régimen de los 90?
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