La Carta Democrática
Por Álvaro Vargas Llosa
La Carta Democrática Interamericana
invocada por el secretario general de la OEA y que firmaron 34 países el
11 de septiembre de 2001 no fue inventada para combatir dictaduras
surgidas de golpes militares contra gobiernos legítimos. Nació
para combatir a gobiernos que, habiendo sido elegidos, destruyen las
instituciones democráticas desde el poder. Para ocuparse de las primeras
ya había instrumentos. Para ocuparse de los segundos los
había también, pero la experiencia trágica del régimen de Fujimori en
Perú, a partir de la cual la Carta Interamericana se hizo necesaria,
había demostrado que en la práctica no bastaban. De allí la
existencia del tautológico pero pertinente instrumento de derecho
internacional firmado en 2001 a modo de prevención -o sanción- contra
futuros fujimoris.
Quienes participamos en la cruzada
democrática de 2000/2001 en Perú, y quienes tuvimos tratos tensos con la
OEA y los gobiernos latinoamericanos de entonces por esa causa,
recordamos bien el origen, propósito y “ultima ratio” de la Carta
Democrática. Si hay un caso que ejemplifica el tipo de régimen en el que
los firmantes estaban pensando es Venezuela. De allí que lo que
ha hecho Luis Almagro al invocar la Carta no sea tanto un acto de
coraje (sabiendo lo que cuesta hacerlo), independencia ideológica
(tratándose de un hombre de la izquierda) o afirmación moral (ante el
horror de lo que allí sucede), como un acto de obediencia a su deber.
Si un secretario general de la OEA no invoca un instrumento
milimétricamente pertinente a una situación como la venezolana que forma
parte del armazón jurídico del sistema interamericano en el cual se
enmarca su cargo, ¿de qué diablos sirven él o el derecho internacional?
El chavismo, elegido originalmente en
comicios legítimos, se transformó desde el poder en una dictadura que no
ha habido forma de desalojar a pesar de que una mayoría de venezolanos
la repudia. Tampoco ha sido posible devolver equilibrio a los poderes a
pesar de que los votantes dieron a la oposición el control de la
Asamblea Nacional: el chavismo la ha vaciado de contenido mediante el
uso del Tribunal Supremo de Justicia y otros medios. Y cuando la
oposición quiso emplear la vía que la propia Constitución del chavismo
prevé para dar salida a la crisis mediante un referéndum revocatorio,
Nicolás Maduro lo impidió ilegalmente. Si eso no se llama alterar el
orden constitucional y democrático -precisamente lo que, según la Carta
Democrática, justifica una intervención como la de Almagro al pedir la
reunión del Consejo Permanente- ¿qué la justifica?
Por eso no deberían titubear los gobiernos de la región a la hora de secundar a Almagro. Como
ha ocurrido antes, algunos de esos gobiernos han planteado un diálogo
alternativo cuya finalidad es sencillamente prolongar la dictadura.
Los autores de esa idea son en realidad tres ex presidentes con
simpatías por el chavismo; los gobiernos que los secundan incluyen al de
Argentina, que en esto tiene un conflicto de intereses: la canciller
Susana Malcorra quiere ser secretaria general de la ONU, cargo
que quedará vacante a fin de año, y necesita el voto de Venezuela,
miembro del Consejo de Seguridad, así como de otros gobiernos aliados.
Nunca fue más propicio el momento para aplicar la Carta Democrática en Venezuela:
los cambios de gobierno en Brasil y Argentina, el debilitamiento de la
capacidad de Venezuela para intimar a otros países y el descrédito de
las administraciones amigas de Caracas han facilitado una cierta
modificación de la correlación de fuerzas en la región y la OEA. O eso
suponíamos, como lo suponía Almagro al lanzar su envite.
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