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El castrismo transita por una agonía sin imágenes gloriosas ni heroicidades colectivas. |
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Hay finales épicos, de película.
Sistemas cuyos últimos minutos transcurren entre el ruido de los
martillos que derriban un muro o el rugido de miles de personas en una
plaza. El castrismo, sin embargo, transita por una agonía sin imágenes gloriosas ni heroicidades colectivas.
Su mediocre desenlace se ha hecho más evidente en los últimos meses, en
que las señales del desmoronamiento ya no pueden ocultarse tras la
parafernalia del discurso oficial.
El epílogo de este proceso, que una vez se hizo llamar
Revolución, está salpicado de hechos ridículos y banales, pero que son
‒eso sí‒ claros síntomas del final. Como una mala película, con un guion
apresurado y pésimos actores, las escenas que ilustran el estado
terminal de este fósil del siglo veinte parecen dignas de una
tragicomedia: