1. El derecho a la ilegalidad voluntaria[1]
Como corolario a la proposición según la cual todas las instituciones deben subordinarse a la ley de igual
libertad,
no podemos sino admitir el derecho del ciudadano a adoptar una
condición de ilegalidad voluntaria. Si todo hombre es libre de hacer
cuanto desee, siempre que no vulnere la igual libertad de cualquier otro
hombre, entonces es libre de desvincularse del Estado: de renunciar a
su protección y de negarse a pagar para sostenerlo. Es evidente que al
conducirse así no infringe la libertad de otros, puesto que su postura
es pasiva y, en tanto pasiva, no puede hacer de él un agresor. Es
igualmente evidente que no se le puede obligar a permanecer vinculado a
una asociación política sin violar la ley moral, dado que la ciudadanía
implica el pago de impuestos, y tomar la propiedad de un hombre contra
su voluntad es una vulneración de sus derechos (ver pág. 134[2]). Dado
que el gobierno no es más que un agente empleado en común por una cierta
cantidad de individuos para que les proporcione determinadas
prestaciones, la misma naturaleza del vínculo implica que cada cual debe
decidir si hará uso de tal agente o no. Si cualquiera de ellos decide
ignorar esta confederación de seguridad mutua, nada puede decirse salvo
que pierde todo derecho a exigir sus servicios y se expone al riesgo de
sufrir daño; algo que es muy libre de hacer si lo desea. No se le puede
obligar a tomar parte en una agrupación política sin violar la ley de
igual
libertad; él puede retirarse de ella sin cometer una violación semejante y, por tanto, tiene derecho a tal retirada.