Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Acaba
de haber elecciones generales en Francia y la “Fraternidad musulmana”
ha ganado con comodidad; socialistas y republicanos, temerosos de que el
Frente Nacional de Marine Le Pen pudiera acceder al poder en estos
comicios, han asegurado aquel triunfo. La Francia que fue antaño
cristiana, luego laica, tiene ahora, por primera vez, un presidente
musulmán, Mohammed Ben Abbes.
Contrariamente a lo que se temía, los
“grupos identitarios” (nacionalistas y xenófobos), no han entrado en
zafarrancho de combate y parecen haberse resignado a lo ocurrido con
unos cuantos alborotos y algún crimen, algo que, por lo demás, los
discretos medios de comunicación apenas mencionan. El país muestra una
insólita pasividad ante el proceso de islamización, que empieza muy de
prisa en el ámbito académico. Arabia Saudita patrocina con munificencia a
la Sorbona, donde los profesores que no se convierten deben jubilarse,
eso sí, en condiciones económicas óptimas. Desaparecen las aulas mixtas y
los antiguos patios se llenan de jovencitas veladas. El nuevo
presidente de la universidad, Rediger, autor de un best seller que ha vendido tres millones de ejemplares: Diez preguntas sobre el Islam, defiende la poligamia y la practica: tiene dos esposas legítimas, una veterana y otra de apenas quince años.
Quien cuenta esta historia, François, es
un oscuro profesor de literatura que se pasó siete años escribiendo una
tesis sobre Joris-Karl Huysmans y ha publicado un solo libro, Vértigo de neologismos,
sobre este novelista decimonónico. Solterón, apático y anodino, nunca
le interesó la política pero ésta entra como un ventarrón en su vida
cuando lo echan de la universidad por no convertirse y pierde a su
novia, Myriam, que, debido al cambio de régimen, debe emigrar a Israel
con toda su familia al igual que la mayoría de judíos franceses.
François observa todos estos enormes
cambios que suceden a su alrededor –por ejemplo, que la política
exterior francesa se vuelque ahora a acercar a Europa y en especial a
Francia a todos los países árabes- con un fatalismo tranquilo. Este
parece ser el estado de ánimo dominante entre sus compatriotas, una
sociedad que ha perdido el élan vital, resignada ante una
historia que le parece tan irremediable como un terremoto o un tsunami,
sin reflejos ni rebeldía, sometida de antemano a todo lo que le depara
el destino. Basta leer unas pocas páginas de esta novela de Michel
Houellebecq para entender que el título le viene como anillo al dedo: Sumisión.
En efecto: esta es la historia de un pueblo sometido y vencido, que,
enfermo de melancolía y de neurosis, se va viendo desaparecer a sí mismo
y es incapaz de mover un dedo para impedirlo.
Aunque la trama está muy bien montada y
se lee con un interés que no decae, a ratos se tiene la impresión no de
estar enfrascado en una novela sino en un testimonio psicoanalítico
sobre los fantasmas macabros de un inconsciente colectivo que se tortura
a sí mismo infligiéndose humillaciones, fracasos y una lenta decadencia
que lo llevará a la extinción. Como este libro ha sido leído con avidez
en Francia por un enorme público, cabe suponer que en él se expresan
unos sentimientos, miedos y prejuicios de que es víctima un importante
sector de la sociedad francesa.
Es simplemente inverosímil que alguna vez ocurra en Francia aquello que parece profetizar Sumisión,
un retroceso tan radical hacia la barbarie del país que entronizó por
primera vez Los Derechos del Hombre, cuna de las revoluciones que, según
Marx, se proponían “asaltar el cielo”, y de la literatura más
refractaria al status quo de toda Europa. Pero tal vez
semejante pesimismo se explique recordando que la modernidad ha golpeado
de manera inmisericorde a Francia, que nunca ha sabido adaptarse a ella
–por ejemplo sigue arrastrando un Estado macrocefálico que la asfixia y
unas prestaciones generosas que no puede financiar-, al mismo tiempo
que el terrorismo se ha encarnizado en su suelo impregnando de
inseguridad y desmoralización a sus ciudadanos. Por otra parte su clase
política, que ha ido decayendo y parece haber perdido por completo su
capacidad de renovarse, no sabe cómo enfrentar los problemas de manera
radical y creativa. Esto explica el crecimiento enloquecido del Front National y el repliegue tribal al nacionalismo de orejeras que proponen sus dirigentes como remedio a sus males.
La novela de Michel Houellebecq da forma
y consistencia a esos fantasmas de manera muy eficaz y seguramente
contribuye a difundirlos. Lo hace con pericia literaria y una prosa fría
y neutral. Es difícil no sentir cierta simpatía por François y tantos
infelices como él, sobre los que se abate la desgracia sin que atinen a
ofrecer la menor resistencia a unos acontecimientos que, como diría el
buenazo de Monsieur Bovary, parecen “la falta de la fatalidad”. Pero
todo esto es puro espejismo y, una vez concluida la magia de la lectura,
conviene cotejar la ficción con el mundo real.
Verdad que la población musulmana en
Francia es, comparativamente, la más numerosa de Europa, pero, también,
que se trata de la menos integrada y que la tensión y violencias que a
veces estallan entre ella y el resto de la sociedad se deben en buena
parte al estado de marginación y desarraigo en que se encuentra. Por
otro lado, es importante recordar que el mayor número de víctimas del
terrorismo de los islamistas fanáticos son los propios musulmanes y que,
por lo tanto, presentar a esta comunidad cohesionada e integrada
política e ideológicamente como hace la novela de Houellebecq es irreal.
Y, también, suponer que una de las sociedades que está más a la
vanguardia en el mundo en cuestiones sociales –de sexo, de religión, de
género y derechos humanos en general- podría involucionar hacia
prácticas medievales como la poligamia y la discriminación de la mujer
con la facilidad con que describe Sumisión. Semejante conjetura va más allá de cualquier licencia poética.
Y, sin embargo, entre tantas mentiras
hay unas verdades que se insinúan y prevalecen en el libro de Michel
Houellebecq. Son los prejuicios, la xenofobia y la paranoia que inspiran
esa siniestra fantasía, aquella sensación mentirosa de que el futuro
está determinado por fuerzas contra las cuales el hombre común y
corriente es impotente y no tiene otra opción que la de acatarlo o
suicidarse. No es cierto que la libertad no exista y los seres humanos
sean ciegos intérpretes de un guión pre-establecido. Siempre hay algo
que se puede hacer para enfrentarse a derroteros adversos. Si el
fatalismo que postula Sumisión frente a la historia fuera
cierto, nunca habríamos salido de las cavernas. Gracias a que es posible
la insumisión ha habido progreso. Vivir con la sensación de la derrota
en la boca, como viven los personajes de esta novela, da una lastimosa
imagen del ser humano. François acata lo que considera su sino y se
somete; al final de libro, se tiene la sospecha de que, pese a su
secreta e invencible repugnancia contra todo lo que ocurre, terminará
por convertirse también, de modo que pueda volver a enseñar en la
Sorbona, prepare la edición de la Pléiade de las novelas de J.K. Huysmans y acaso, como Rediger, hasta se case con varias mujeres.
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