Cómo protegerse de la bomba migratoria y ayudar a los inmigrantes
Por Carlos Alberto Montaner
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A fines del 2015 una dolorosa foto le
dio la vuelta al mundo. Era la del cadáver del niño de tres años Alan
Kurdi. Se había ahogado en el Mediterráneo, mientras su familia trataba
de llegar a Grecia. Era una pequeña criatura siria de la etnia curda. Su
cuerpecito intacto, como si dormitara, había sido gentilmente
depositado en una playa turca por el efecto de las olas. Todavía no
estaba descompuesto. Los peces, extrañamente, no lo habían mordisqueado.
El impacto de la imagen duró poco
tiempo. La guerra en Siria es terrible. Ha provocado cinco millones de
refugiados. La mitad de ellos están en Turquía. Hay cientos de miles en
Jordania y Líbano. Muchos, como la familia Kurdi, querían llegar a
Europa como paso previo en el trayecto a Canadá.
Eso se entiende. Europa y Canadá son
ricas, especialmente desde la perspectiva de quien huye de la metralla y
las bombas, y no hay campamentos permanentes de refugiados. La ley y la
costumbre no permiten la creación de esos guetos herméticos y sin
esperanzas formados por mugrientas tiendas de campaña.
Pero la verdad es que una parte
sustancial de las sociedades europeas no quiere a los refugiados y se
niega a recibir la cuota que les ha asignado Bruselas al dictado de
Alemania. Son muchos, tienen costumbres diferentes, hablan una lengua
distinta y practican una religión –la islámica— que asusta a muchas
personas, porque en el nombre de Alá y de su profeta Mahoma algunos
terroristas de origen árabe han perpetrado crímenes horrendos en varias
ciudades europeas.
¿Qué hacer? La riada de exiliados
sirios, iraquíes, libios y otros magrebíes está provocando el
desmembramiento de Europa y el surgimiento de extensos partidos
nacionalistas y xenófobos, como el Partido de la Libertad, que estuvo a
punto de ganar las recientes elecciones en Austria. Su plataforma era
muy sencilla. Como predicaba su líder Norbert Hofer: no al
multiculturalismo, no a los refugiados, no al islamismo, sí al
nacionalismo austriaco y al pangermanismo.
Francia no es inmune al fenómeno de esa
bomba migratoria. Cada acto terrorista que realizan los islamistas, y
cada refugiado árabe que se instala en el país, genera una reacción de
simpatía por el Frente Amplio de Marine Le Pen, que tanto se le parece
al Partido de la Libertad de los austriacos. Es muy posible que esa
formación política, que ya obtuvo siete millones de votos en el 2015,
gane los próximos comicios en Francia.
Insisto en la pregunta: ¿qué hacer? Lo
primero, por supuesto, es atender a las víctimas de la guerra. Existe la
obligación moral de proteger a quienes huyen de las matanzas o de las
catástrofes. Cuando estamos en presencia de un naufragio la prioridad es
auxiliar a los supervivientes. Por olvidar ese principio seis millones
de judíos, medio millón de gitanos y decenas de miles de homosexuales
fueron exterminados por los nazis en los años cuarenta del siglo pasado.
Pero lo segundo es actuar de manera tal
que los salvadores no se inmolen durante su acto solidario. ¿Cómo?
Quizás el país europeo que tiene mejores posibilidades de aliviar el
problema es Francia. Tendría que crear, con el auxilio económico de la
Unión Europea, un Estado-Refugio, en el que los exiliados pudieran
radicarse.
¿Dónde? El sitio más propicio es la
Guayana francesa, una colonia escasamente poblada de 90,000 km cuadrados
y apenas 260,000 habitantes, que languidece entre Brasil y Surinam. Ese
Estado-Refugio, creado y administrado por Francia, sin duda sería
generosamente financiado por las grandes economías europeas, que verían
en el sitio la manera de solucionar uno de sus más acuciantes conflictos
y un destino al que trasladar a los inmigrantes no deseados.
Si la Unión Europea, con el auxilio de
la OTAN, o al revés, deshizo Yugoslavia y creó y sostiene Kosovo, ¿por
qué no pensar en darle una solución colegiada al problema de los
refugiados?
¿Que es muy difícil? Por supuesto, como
fue difícil la creación del Estado de Israel, el desarrollo admirable de
Hong-Kong o la llegada e instalación de dos millones de refugiados en
Taiwán, tras la derrota de Chiang Kai-shek y del Kuomintang en 1948.
Ninguna operación de esa envergadura es sencilla.
¿Y los franco-guyaneses? Son pocos. Está
al alcance del bolsillo europeo persuadirlos e incentivarlos
económicamente. Muchos entenderán que especializarse en dotar de una
nueva vida a los refugiados es una tarea honrosa, y creo que la mayor
parte vería una oportunidad dorada de prosperar con las fuentes de
trabajo que se abrirían en poco tiempo.
En todo caso, algo hay que hacer antes
de que se rompa la convivencia europea. Ésta no es una solución
perfecta, pero, por ahora, me parece la menos mala.
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