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miércoles, 25 de mayo de 2016

En qué se equivocaba Hayek con respecto a Keynes

 
[Extraído de Keynes, el hombre]
¿Fue Keynes, como mantuvo Hayek, un “estudioso brillante”? Difícilmente “estudioso”, ya que Keynes leyó poquísima literatura económica: era más un bucanero que tomaba un poco de conocimiento y lo usaba para imponer al mundo su personalidad y falsas ideas, con una actuación continuamente alimentada por una arrogancia al borde de la egolatría. Pero Keynes tuvo la fortuna de nacer dentro de la élite británica, ser educado dentro de los más altos círculos económicos (Eton/Cambridge/Apóstoles) y ser elegido especialmente por el poderoso Alfred Marshall.
Tampoco “brillante” es una palabra muy apropiada. Está claro que Keynes fue bastante brillante, pero sus cualidades más importantes fueron su arrogancia, su ilimitada autoconfianza y su ávida voluntad de poder, de dominación, de abrirse camino en las artes, las ciencias sociales y el mundo de la política.



Además, tampoco puede considerarse a Keynes como un “revolucionario” en ningún sentido real. Poseía la inteligencia táctica para disfrazar antiguas falacias estatistas e inflacionistas con jerga pseudocientífica moderna, haciendo que parecieran los últimos descubrimientos de la ciencia económica. Keynes era por tanto capaz de subirse a la ola del estatismo y el socialismo, de las economías gestionadas y planificadas. Keynes eliminó el antiguo papel de la teoría económica como aguafiestas para planes inflacionistas y estatistas, liderando una nueva generación de economistas hacia el poder académico y el dinero y los privilegios políticos.
Un término más apropiado para Keynes sería “carismático” (no en el sentido de conseguir la lealtad de millones, sino de ser capaz de embaucar y seducir a gente importante), de padrinos a políticos a estudiantes e incluso a economistas opositores. Un hombre que pensaba y actuaba en términos de poder y dominación brutal, que vilipendiaba el concepto de principio moral, que fue un enemigo eterno y declarado de la burguesía, los acreedores y de la clase media ahorradora, que fue un mentiroso sistemático, retorciendo la verdad para ajustarla a su planes, que fue un fascista y un antisemita, Keynes fue sin embargo capaz de convencer a oponentes y competidores.
A pesar de que animaba a sus estudiantes contra sus colegas, era capaz de engañar a esos mismos colegas para que se rindieran intelectualmente. Acosando y machacando injustamente a Pigou, Keynes fue aún así capaz al menos más allá de la tumba, de arrancar una abyecta retractación de su viejo colega. Igualmente inspiró a su antiguo enemigo Lionel Robbins a alabarlo absurdamente en su diario acerca del halo dorado alrededor la cabeza “de dios” de Keynes. Fue capaz de convertir al keynesianismo a bastantes hayekianos y misesianos que deberían haber tenido más conocimiento (e indudablemente lo tenían): además de Abba Lerner, John Hicks, Kenneth Boulding, Nicholas Kaldor y G.L.S. Shackle en Inglaterra, estuvieron también Fritz Machlup y Gottfried Haberler de Viena, que recalaron en Johns Hopkins y Harvard, respectivamente.
De todos los misesianos de principios de la década de 1930, el único economista completamente libre de verse afectado por la doctrina y personalidad de Keynes fue el propio Mises. Y Mises, en Ginebra y luego durante años en Nueva York sin un puesto de profesor, fue eliminado de la escena académica influyente. A pesar de que Hayek se mantuvo antikeynesiano, también se vio afectado por el carisma de Keynes. A pesar de todo, Hayek estaba orgulloso de calificar a Keynes de amigo y de hecho promovió la leyenda de que Keynes, al final de su vida, iba a renegar de su propio keynesianismo.
La evidencia de la supuesta conversión en el último momento de Keynes es notablemente débil (basada en dos acontecimientos en los últimos años de la vida de Keynes). Primero, en junio de 1944, tras leer Camino de servidumbre, Keynes, entonces en el pináculo de su carrera como planificador del gobierno en tiempo de guerra mandó una nota a Hayek calificándolo como “un gran libro (…) moral y filosóficamente me veo de acuerdo con prácticamente todo él”. ¿Pero por qué debería esto interpretarse como algo más que una nota educada a un amigo informal con ocasión de su primer libro de éxito popular?
Además, Keynes dejó claro que, a pesar de sus amigables palabras, nunca aceptó la tesis esencial de la “ladera resbaladiza” de Hayek, es decir, que el estatismo y la planificación central llevaban directos al totalitarismo. Por el contrario, Keynes escribió que “una planificación moderada estará bien si los que la realizan están correctamente alineados en sus ideas y corazones con la parte moral”. Por supuesto, esta frase suena a cierta, pues Keynes siempre creyó que el nombramiento de hombres buenos, es decir, de sí mismo y los técnicos y estadistas de su clase social, era la única salvaguarda necesaria para controlar los poderes de los gobernantes (Wilson 1982: pp. 64 y ss.).
Hayek ofrece otra pequeña evidencia de la supuesta retractación de Keynes, que ocurrió durante su último encuentro con Keynes en 1946, el último año de la vida de éste. Hayek informa:
En un momento de la conversación le pregunté si estaba preocupado o no acerca de algo que estuvieran haciendo sus discípulos con sus teorías. Después de algún comentario de compromiso acerca de las personas afectadas, me aseguró: esas ideas no se necesitaban en el momento en que las emitió. Pero no tenía que alarmarme: si alguna vez se convertían en peligrosas, podía creerla en que volvería a hacer cambiar a la opinión pública, indicando con un rápido movimiento de su mano lo rápidamente que se haría. Pero tres meses después estaba muerto. (Hayek 1967b: p. 348).[1]
Aún así, esto difícilmente sería un Keynes al borde de la retractación. Más bien es un Keynes añejo, un hombre que siempre pone su ego soberano por encima de cualquier principio, por encima de cualquier mera idea, un hombre entusiasmado con el poder que tenía. Podía cambiar el mundo y haría, enderezarlo chasqueando los dedos, como presumía de hacerlo hecho en el pasado.
Además la declaración era también un Keynes añejo en términos de su opinión sostenida desde hacía tiempo de actuar adecuadamente según estuviera dentro o fuera del poder. En la década de 1930, eminente pero fuera del poder, podía hablar y actuar “un poco salvajemente”, pero ahora que disfrutaba de un alto cargo en el poder, era momento de rebajar el tono hasta la “licencia poética”. Joan Robinson y los demás marxistas keynesianos estaban cometiendo el error, desde el punto de vista de Keynes, de no subordinar sus ideas a los requisitos de su prodigiosa posición de poder.
Así que también Hayek, aunque nunca sucumbió a las ideas de Keynes, sí cayó bajo su carismática palabra. Además de crear la leyenda del cambio de opinión de Keynes, ¿por qué Hayek no demolió La teoría general igual que hizo con el Tratado del dinero de Keynes? Hayek admitió como un error estratégico que no se había preocupado de hacerlo porque era conocido que Keynes cambiaba de ideas, así que Hayek no pensó que La teoría general fuera a durar. Además, como ha señalado Mark Skousen en el capítulo 1 de este volumen, Hayek aparentemente se anduvo con miramientos en la década de 1940 para evitar interferir la financiación keynesiana británica del esfuerzo de guerra, sin duda un ejemplo desafortunado de la verdad sufriendo a manos de una supuesta eficacia política.
Los economistas posteriores continuaron labrando una línea revisionista, manteniendo absurdamente que Keynes fue sencillamente un pionero benigno de la teoría de la incertidumbre (Shackle y Lachmann) o que fue un profeta de la idea de que los costes de investigación eran muy importantes en el mercado laboral (Clower y Leijonhufvud). Nada de esto es cierto. Que Keynes fue un keynesiano (de ese muy ridiculizado sistema keynesiano ofrecido por Hicks, Hansen, Samuelson y Modigliani) es la única explicación que tiene algún sentido en la economía keynesiana.
Aún así Keynes fue mucho más que un keynesiano. Por encima de todo, fue la extraordinariamente perniciosa y maligna figura que hemos examinado en este capítulo: un Maquiavelo estatista encantador por hambriento de poder, que encarnó algunas de las tendencias e instituciones más malévolas del siglo XX.

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