Venezuela o los llanos en llamas
Por Álvaro Vargas Llosa
Nicolás Maduro no tuvo nunca la
intención de aceptar el resultado de las elecciones legislativas del 6
de diciembre de 2015 que dieron a la oposición el control de la Asamblea
Nacional y confirmaron al mundo que el gobierno chavista es hoy
abrumadoramente impopular.
Desde que perdió esas elecciones, cuyo
resultado se vio obligado a aceptar porque los militares se negaron a
obedecer las órdenes de proteger un fraude, ha actuado con consecuencia.
Consecuencia, quiero decir, con la línea de conducta del chavismo: la
negación del estado de derecho, la democracia representativa, el
pluralismo político. Sin engañar a nadie, anunció que no aceptaría la
interferencia de los legisladores en su proyecto y empezó a
provocar la crisis -la enésima crisis- que ahora ha desembocado en el
enfrentamiento relacionado con la pretensión opositora de revocarlo por
la vía de un referéndum.
Recordemos que, nada más perder las
elecciones, ordenó al Tribunal Supremo de Justicia, un apéndice de
Miraflores, invalidar a tres legisladores. Desde ese día hasta hoy, ha
empleado diversos mecanismos, pero sobre todo al TSJ, para vaciar de
poder y contenido a la Asamblea Nacional. Ha utilizado, para gobernar
por decreto, los poderes delegados que obtuvo gracias a la anterior
Asamblea Nacional, otra excrecencia de Miraflores, y la declaración de
estados de excepción y emergencias económicas. El último capítulo de
esta saga tercermundista ha sido el estado de excepción y la emergencia
económica decretados el 13 de mayo; le dan la potestad de hacer con los
venezolanos -con sus vidas, sus propiedades y sus libertades- lo que
hace un niño con plastilina.
Mientras ocurría esto, Maduro utilizaba
al TSJ para invalidar cualquier decisión que adoptaba la Asamblea
Nacional, incluyendo la más conocida: la amnistía que pretendía liberar a
120 presos políticos y que el máximo tribunal declaró inconstitucional
el 11 de abril.
A nadie -a nadie que no esté
lobotomizado por la ideología o tan despistado que no haya sabido, en la
larga década y media del régimen chavista, nada de lo que sucedía en la
patria de Bolívar- le puede sorprender todo esto. El chavismo
significa, en su esencia, la demolición de las instituciones públicas o
privadas y su reemplazo por el poder concentrado en una sola mano. Basta
recordar, por ejemplo, el referéndum constitucional de 2007 que Hugo
Chávez perdió para entenderlo. En aquella ocasión, el chavismo
pretendía acelerar los tiempos del socialismo con una modificación
constitucional que buscaba llevar a Venezuela, en lo político y
económico, a las orillas del modelo cubano. El pueblo venezolano lo
rechazó en las urnas; Chávez tuvo que aceptar su derrota porque la
presión interna y externa así lo dictó. Pero inmediatamente después
empezó a hacer por la vía del ucase presidencial lo que antes había
tratado de hacer por la vía del referéndum constitucional. Gracias a
ello, Venezuela se convirtió en algo mucho peor de lo que ya era, hasta
desembocar en el horripilante espectáculo actual.
Lo extraño, en vista de todo ello, no es que Maduro,
a quien Chávez nombró a dedo antes de morir y que se hizo legitimar en
unos comicios fraudulentos en 2013 según abrumadoras pruebas que la
comunidad internacional no juzgó suficientes para actuar, acuse a
la oposición de golpista y a Estados Unidos de injerencista un día sí y
otro también. Lo verdaderamente extraño es que la vasta mayoría de la
dirigencia opositora siga actuando con impecable apego a la legalidad vigente en vez de intentar que los militares le den a Maduro un golpe de Estado o provocar una guerra civil.
Aun a sabiendas de que el armazón
jurídico del régimen está diseñado para sostener y preservar a una
dictadura, la oposición sigue buscando una transición a la democracia
liberal utilizando la Constitución del chavismo. Ese documento dice, en
su artículo 72, que el Presidente puede ser revocado a la mitad de su
mandato, en cuyo caso se convocará a nuevas elecciones (si es revocado
después, el vicepresidente deberá asumir el mando). Amparándose en ese
texto, la oposición recogió las firmas para iniciar el complicado
proceso revocatorio (se necesitaban 195 mil y entregó seis veces más).
En teoría, el Consejo Nacional Electoral tenía cinco días para confirmar
su validez y dar la luz verde para el siguiente paso, que es la
recolección de unos cuatro millones de firmas (el 20% del registro
electoral) a fin de convocar el referéndum.
Perfectamente en línea con su habitual
proceder, el CNE, que con la única excepción de Luis Emilio Rondón está
compuesto por rectores (así los llaman) chavistas, se negó a iniciar la
validación de las firmas. Maduro dijo que era “inviable” el revocatorio y
anunció su intención de hacer “desaparecer” la Asamblea Nacional, algo
que en la práctica ya ha hecho. Ante esta nueva demostración de que el
gobierno se ha colocado fuera de su propia legalidad, la oposición, con
Henrique Capriles y Henry Ramos a la cabeza, entregó un petitorio al CNE
para que deje de arrastrar los pies e inicie la verificación de las
firmas. Mientras tanto, fueron convocadas manifestaciones en 23 ciudades
por la oposición, que insistió hasta el cansancio en que debían ser
“pacíficas”. ¿Se puede pedir un proceder más impecable a una oposición
que tiene al frente a un régimen de matones?
Venezuela resume así las dos
caras políticas de América Latina: un gobierno que expresa la ilegalidad
y la violencia o, en palabras de Sarmiento, “la barbarie”, y una
oposición que en su mayoría encarna la “civilización”. Dos
tiempos históricos, dos formas de ser. Lo peor y lo mejor de América
Latina dirimen hoy, en la Venezuela que somos todos, una lucha que es no
sólo política sino, en un sentido profundo, cultural.
La ventaja que tiene el gobierno, si de
que gane la barbarie se trata, es que puede llevar las cosas a un
terreno en el que la violencia -ya sea la violencia congelada de una
dictadura que logre sofocar toda resistencia o la violencia activa de un
enfrentamiento con sangre- sea inevitable. La ventaja que tiene
la oposición es que hoy representa a una inequívoca mayoría de
venezolanos, no necesariamente por convicciones morales o políticas sino
por desesperación. Esa mayoría es una genio que se escapó de
la botella el 6 de diciembre y que ya no es nada fácil volver a encerrar
en ella (a diferencia de Cuba: la ambigüedad brutal que un sistema
totalitario logra imponer en relación con las preferencias de la gente
vuelve siempre difícil “probar” que una mayoría la repudia).
Hace bien la oposición en seguir
apostando a las armas de la civilización y evitar las de la barbarie.
Pero no es seguro que puedan seguir encauzando las cosas por esa vía
porque todo indica que Maduro y compañía están dispuestos a matar a
mucha gente. Cuando el ex Presidente José Mujica dijo, esta semana, que
Maduro “está loco como una cabra”, estaba expresando una verdad a
medias. Al ornitológico gobernante venezolano que estrenó su gestión
recibiendo órdenes de Estado de un pajarito difícilmente se lo puede
situar en el bando de los cuerdos. Pero ojalá que sólo estuviera loco;
está también profundamente ideologizado, lo que representa en cierta
forma la cordura en su versión más extrema, es decir la capacidad para
discernir con absoluta frialdad el bien y el mal, y proceder a extirpar
el mal. El mal, en este caso, es la democracia liberal. No olvidemos que
Chávez eligió a Maduro bajo recomendación de Cuba durante su agonía
habanera.
Si siguen pasando los días y la
posibilidad del revocatorio se esfuma, no hacen falta grandes dotes
visionarias para darse cuenta de que se viene una repetición de las
jornadas de protesta de febrero de 2014, que dejaron una estela de
muertos y heridos, y de presos políticos. El desenlace, esta
vez, es de incierto pronóstico porque hay voces militares respetadas en
el chavismo que ya no esconden su repudio a Maduro y empiezan, sin
abandonar sus viejas querencias, a pedir abiertamente su salida.
Uno de ellos es el ex comandante de la Red de Defensa Integral de
Guayana, el mayor general Clíver Alcalá Cordones, que participó en 1992
en la intentona golpista de Chávez contra Carlos Andrés Pérez. Este
militar emblemático del chavismo ha expresado su apoyo al referéndum y
ha pedido a los militares que no se hagan cómplices de la pretensión de
Maduro de impedirlo. Otros han dicho lo mismo.
No está nada claro cuánto control de la
tropa tiene a estas alturas el ministro de Defensa, el general Vladimir
Padrino López, cuya partidarización con el régimen roza el ridículo
(hizo suyo un pronunciamiento de los miembros chavistas de la Asamblea
Nacional contra la amnistía en favor de los presos políticos, por
ejemplo, y más recientemente aseguró, haciéndose eco de Maduro, que hay
“un golpe de Estado en marcha”; suele firmar sus comunicados con vivas a
Chávez y latiguillos comunistas). La actuación de este militar tiene
todos los visos de la inseguridad, pues constantemente apela a la unidad
de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana para tratar de disipar los
rumores de divisiones internas. La multiplicación de militares chavistas
que rompen con el gobierno y las informaciones que siguen circulando
sobre descontento en los mandos medios han provocado una sobrerreacción
muy significativa en la alta jerarquía. Estas informaciones no son
nuevas y muy probablemente la decisión de acatar el resultado electoral
del 6 de diciembre tuvo que ver con el temor a que un fraude partiera en
dos al Ejército (en muchas mesas de votación donde estaban inscritos
miembros de la FANB y sus familias ganó por amplio margen la oposición).
El chavismo nunca confió en sus propias
fuerzas de seguridad: de allí el sistema de vigilancia interna creado
por los asesores cubanos que ha habido que reforzar constantemente
(Ramiro Valdés, fundador del G-2 cubano y hombre cercano a los Castro
desde siempre, ha sido una presencia constante en Caracas en los últimos
tiempos). La creación de “colectivos” de matones armados que
aterrorizan a la población cada vez que hay protestas y que sirven de
advertencia a los propios cuerpos de seguridad venezolanos es un síntoma
de que Maduro, como antes lo hizo Chávez, duda de la lealtad de los
uniformados si las cosas toman un cariz grave.
Hasta ahora la oposición ha actuado con
inteligencia, apelando a la lealtad de la FANB, de la Guardia Nacional
Bolivariana y de la Policía Nacional Bolivariana para con Venezuela y la
Constitución -pidiéndoles que no se hagan cómplices de los atropellos a
la legalidad-, pero dejando muy en claro que son contrarios a un golpe
de Estado o a una intervención violenta. El riesgo, a medida que
se agrava la situación, no es que la oposición cambie de discurso y
actitud: el peligro es que su discurso y su actitud queden desfasados de
una realidad que se vuelva violenta al margen de la voluntad de los
conductores políticos de la población descontenta.
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