jueves, 19 de mayo de 2016

Propiedad y agresión, por Murray Rothbard

Propiedad y agresión, por Murray Rothbard

Capítulo VIII de La Ética de la Libertad de Murray Rothbard.
Hemos hablado hasta ahora de la sociedad libre, la sociedad de pacífica cooperación y de relaciones interpersonales voluntarias. Pero existe otro tipo —muy diferente— de relaciones interpersonales: el empleo de la violencia ofensiva, es decir, de la agresión de unos contra otros. Con esta expresión de violencia ofensiva se quieren señalar los casos en los que alguien invade la propiedad de otro sin su consentimiento. La invasión puede dirigirse contra la propiedad que la víctima tiene sobre su persona —y se habla entonces de asalto o violencia corporal— y/o contra su propiedad sobre los bienes tangibles, y tenemos entonces el robo o la intrusión. En ambos casos, el agresor impone su voluntad sobre la propiedad natural de un tercero, priva a otra persona de su libertad de acción o del ejercicio pleno de su natural auto-posesión.



Dejemos, por el momento, de lado el caso evidente, pero más complejo, de la propiedad tangible y centremos nuestra atención en el problema de la propiedad de una persona sobre su propio cuerpo. Aparece aquí la siguiente alternativa: o bien establecemos una regla en virtud de la cual se permite que todos y cada uno de los individuos tengan propiedad plena y completa (esto es, tengan derecho) sobre su propio cuerpo, o podemos también fijar una normativa en el sentido de que la propiedad no sea tan absoluta. En el primer caso, tenemos una ley natural libertaria para una sociedad libre en el sentido antes indicado. Pero, ¿qué implica el segundo supuesto, es decir, que las personas no tienen el 100 por 100 de su autopropiedad? Implica una de estas dos situaciones: 1) la «comunista» de una propiedad universal e igual sobre los otros, o 2) la posesión parcial de un grupo por otro —el sistema en virtud del cual una clase domina sobre otra u otras. Son las dos únicas opciones lógicas frene a la situación en la que todos son autopropietarios de sí mismos al 100 por 100.1
Consideremos ahora la opción 2). Aquí, una persona o un grupo de personas, G, tienen títulos no sólo para poseerse a sí mismos, sino también al resto de la sociedad, R. Dejando de momento aparte muchos otros problemas y dificultades inherentes a este sistema, no podemos tener aquí una ética universal de la ley natural para la especie humana. Tenemos sólo una ética parcial y arbitraria, parecida a la que otorgaba a los Hohenzollern el derecho natural a gobernar sobre los no Hohenzollern. De hecho, la ética que establece que el grupo G tiene títulos para gobernar sobre el resto R de la sociedad implica que los individuos R son seres infrahumanos, carentes del derecho a participar como personas plenamente humanas de los derechos de autopropiedad de que disfrutan los pertenecientes a G. Y esto, evidentemente, viola nuestra hipótesis inicial de que estamos intentando forjar una ética válida para todos los seres humanos en cuanto tales.
¿Qué acontece con la opción 1)? Según ella, ninguno de los individuos concretos A, B, C…, posee el 100 por 100 de los derechos de propiedad sobre su propia persona. En vez de ello, los individuos B, C… deberían tener sobre el cuerpo de A iguales derechos que éste último. Y lo mismo debe decirse de todas y cada una de las personas. Esta opción tiene, al menos, el mérito de ser una norma universal, aplicable a todos y cada uno de los miembros de la sociedad. Pero tropieza con múltiples dificultades.
En primer lugar, en la práctica, salvo que la sociedad esté compuesta por un pequeño puñado de personas, esta opción se colapsa y queda reducida a la opción 2), en la que unos pocos regulan a todos los demás. Es, en efecto, físicamente imposible que cada individuo controle incesantemente a todos los restantes y ejerza su correspondiente porcentaje de propiedad parcial sobre otra persona. En el mundo real este concepto de una igual y universal propiedad de los otros es utópica e inviable, y la supervisión y consiguiente propiedad de los otros acaba por convertirse inevitablemente en una actividad especializada de la clase dirigente. De ahí que las sociedades que no conceden a todas y cada una de las personas que la componen la plena propiedad de sí mismas no pueden disfrutar de una ética universal. Ya por esta simple razón, la única ética políticamente viable para el género humano es conceder a cada uno el 100 por 100 de la propiedad sobre sí mismo.
Supongamos, de todas formas, que pudiera aducirse una argumentación convincente a favor de esta utopía. ¿Qué ocurre entonces? En primer lugar, es evidentemente absurdo afirmar que ninguna persona tiene propiedad sobre sí misma y que, sin embargo, todos los hombres tienen propiedad sobre una parte de todos los demás seres humanos. Pero, dando un paso más, ¿es que tal utopía es deseable? ¿Podemos imaginarnos un mundo en el que ninguna persona tiene libertad para emprender ninguna acción, del tipo que sea, sin contar previamente con la aprobación de todos y cada uno de los miembros de la sociedad? Es evidente que entonces nadie sería capaz de hacer nada y la raza humana estaría en trance de extinción. Si, pues, un mundo de autopropiedad cero o poco menos que cero empuja a la raza humana hacia la muerte, se sigue que todo paso en esta dirección contraviene la ley de lo que es mejor para el hombre y su existencia en esta tierra. Y, como vimos antes, toda ética que otorga a un grupo plena propiedad sobre otros quebranta la más elemental de las normas morales: que debe ser aplicable a todos y cada uno de los seres humanos. Las éticas no parciales son mejores que aquellas otras —que pueden parecer admisibles a primera vista— que reclaman todo el poder para los Hohenzollern.
Por contraste, la sociedad de la absoluta propiedad en favor de todos se apoya en el hecho primordial de la autoposesión que cada persona tiene de sí; en el hecho de que los seres humanos concretos sólo pueden vivir y prosperar cuando ejercitan su libertad natural de elección, cuando aceptan valores y aprenden a realizarlos, etc. Por ser humano, el hombre debe utilizar su mente para elegir fines y medios. Cuando algo o alguien arremete contra él y pretende forzarle a modificar la conducta libremente elegida, vulnera su naturaleza, viola el modo como debe actuar. En síntesis, el agresor introduce el factor de la violencia para entorpecer el curso natural en el que un hombre asume libremente ideas y valores y basa en ellos sus acciones.
No pueden explicarse en todo su alcance las leyes naturales de la propiedad y de la violencia sin incluir también en nuestro análisis las propiedades tangibles. Los hombres no son vagorosos fantasmas flotantes: son seres que sólo pueden sobrevivir esforzándose en transformar los objetos materiales. Volvamos de nuevo a nuestra isla de Crusoe y Viernes. Crusoe, que fue el primero en llegar a la isla deshabitada, ha utilizado su libre voluntad y la propiedad sobre sí mismo para calibrar sus necesidades y sus valores y el modo de satisfacerlos a base de transformar los recursos proporcionados por la naturaleza, «mezclando con ellos su propio trabajo». Supongamos ahora que Viernes desembarca en otro punto de la isla. Se enfrenta a dos posi-
bles vías de acción: puede, como Crusoe, convertirse en productor, puede transformar el terreno virgen mediante su trabajo y, muy probablemente, llegará a intercambiar sus productos con los del otro habitante de la isla. Es decir, puede adentrarse por el camino de la producción y el intercambio, generando propiedad. Pero puede también elegir otro camino: puede ahorrarse el esfuerzo de producir e intercambiar y apoderarse, por medios violentos, del fruto de los trabajos de Crusoe. Puede agredir al productor.
Si Viernes elige el camino de la producción y del intercambio, se convierte, por este hecho natural, y al igual que Crusoe, en propietario del área que rotura y cultiva y de los frutos que produce. Pero supongamos, como hemos advertido más arriba, que Crusoe decide reclamar para sí más de lo que es su propiedad natural y pretende ser dueño de toda la isla, por la simple razón de que ha sido el primero en llegar, aunque no haya hecho un uso efectivo de ella. Si procede así, su reclamación es, a nuestro entender, ilegítima, ya que desborda los límites de los cultivos que le pertenecen por ley natural. Y si utiliza su pretensión para expulsar a Viernes por la fuerza, se convierte en agresor ilegítimo contra la persona y la propiedad del segundo
colonizador.
Algunos teóricos han sostenido —en lo que podríamos llamar «complejo de Colón»— que el primer descubridor de una nueva isla o de un continente puede reclamar legítimamente la propiedad de toda su superficie mediante la simple proclamación de sus pretensiones. (En el caso de Colón, si América no hubiera estado habitada por los indios, habría podido establecer con todo derecho, según esta teoría, su «propiedad» privada sobre todas las tierras americanas.) Pero el hecho natural es que, al no tener capacidad para «mezclar su trabajo» más que con una pequeña parte del continente, todo el resto seguiría siendo tierra virgen y desconocida, hasta la llegada de nuevos colonizadores, que habrían ido imponiendo sus títulos de propiedad sobre las diferentes regiones continentales.2
Pero dejemos a Crusoe y Viernes en su isla y consideremos el caso de un escultor que ha creado una obra transformando la arcilla y otros materiales (y prescindiendo por el momento del problema de los derechos de propiedad sobre estos últimos y sobre los instrumentos necesarios para el trabajo). La cuestión se reduce a lo siguiente: ¿quién es el auténtico propietario de la obra de arte que surge de la labra del escultor? También aquí, como en el caso de la propiedad sobre los cuerpos de las personas, sólo son posibles tres posturas lógicas: 1) que recae sobre el escultor, como «creador» de la obra de arte, el derecho de propiedad sobre su creación; 2) que tiene derecho sobre la obra otro hombre, o grupo de hombres, es decir, que pueden expropiarla por la fuerza, sin el consentimiento del escultor; o 3) —la solución «comunista»— que todos los individuos del planeta tienen el mismo derecho a su parte alícuota sobre la propiedad de la escultura.
Serán muy pocas las personas que no vean la enorme injusticia de atribuir a un grupo o a la comunidad mundial participación en la propiedad de la escultura. Ha sido el escultor quien ha «creado» la obra de arte —aunque no en el sentido de haber creado la materia prima—, el que la ha producido a base de transformar un material dado por la naturaleza (la arcilla) en otra forma, de acuerdo con su personal inspiración, su trabajo y su energía. Si toda persona tiene derecho a poseer su propio cuerpo, y si todos los hombres tienen que usar y transformar los objetos materiales para poder sobrevivir, entonces todos tienen derecho a la propiedad de los productos que han conseguido mediante su energía y su esfuerzo, en cuanto que son una verdadera extensión de su personalidad. Parecido es el caso de nuestro escultor, que ha estampado el sello de su carácter personal en la materia prima, «mezclando su trabajo» con la arcilla. Y lo que se dice del escultor es aplicable a todos los productores que han convertido en fértiles, al mezclarlos con su trabajo, los objetos de la naturaleza.
Cualquier grupo de personas que expropiara la obra del escultor sería claramente clasificado como agresor y parásito: se estaría beneficiando a expensas del expropiado. La mayoría de los ciudadanos estimaría que este grupo viola los derechos del escultor sobre su obra, que es extensión de su personalidad. Y esta estimación sería correcta con independencia de que la expropiación corra a cargo de un grupo o de la «comuna universal», salvo la circunstancia de que —como en el caso de la propiedad común de las personas— la expropiación sería llevada a cabo en la práctica por un grupo de personas en nombre de la «comunidad mundial».
Pero si, como ya hemos señalado, el escultor tiene derecho a su propio producto, a los materiales de la naturaleza por él transformados, también la tienen todos los demás productores. Lo tienen los obreros que han extraído la arcilla y se la han vendido al escultor y los hombres que han fabricado los instrumentos con que el escultor ha modelado la arcilla. También ellos son, en efecto, auténticos productores: han mezclado sus ideas y sus conocimientos tecnológicos con el suelo dado por la naturaleza para reaparecer con un producto revalorizado; han mezclado sus energías y su trabajo con la tierra. Y, en consecuencia, tienen título de propiedad sobre los bienes que han producido.3
Si todos los seres humanos son dueños de su propia persona y, por consiguiente, de su trabajo personal y si, por extensión, adquieren también la propiedad de las cosas que han «creado» o han cosechado en un estadio de la naturaleza antes virgen, no utilizada ni poseída por nadie, entonces, ¿quién tiene derecho a poseer o controlar la tierra misma? En síntesis, si el recolector tiene derecho a lo que recolecta y el labriego a sus cosechas, ¿quién tiene derecho a poseer la tierra en que se desarrollan tales actividades? También aquí, la propiedad sobre la tierra se basa en los mismos argumentos que las restantes propiedades. Ningún hombre «crea» hoy día la materia. Lo que hace es tomar las cosas que ofrece la naturaleza y transformarlas mediante el empleo de sus ideas y de su energía. Esto mismo es lo que lleva a cabo el pionero —el colonizador— cuando rotura y utiliza una tierra antes virgen, por nadie cultivada, y la inserta en la esfera de su propiedad privada. El colonizador —al igual que el escultor o el minero— transforma mediante su trabajo y su personalidad el suelo que le ofrece la naturaleza. Es tan «productor» como los demás y, en consecuencia, legítimo poseedor de su propiedad. Y, al igual que en el caso del escultor, resulta difícil considerar que son morales los grupos que expropian el producto y el trabajo del colonizador (sin perder de vista que, al igual que en los restantes casos, también aquí la solución del mundo «comunista» se reduce, al final, a un grupo dirigente). Añádase que los comunalistas del suelo que proclaman que es la población mundial, en su conjunto, la propietaria real y en común de la tierra tropiezan contra el hecho natural de que, antes de la presencia del colonizador, nadie usaba ni controlaba en realidad la tierra, es decir, que ésta no tenía propietario. El colonizador es el primer hombre que introduce objetos naturales hasta entonces no usados y carentes de valor en los circuitos de producción y utilización.
En conclusión, el hombre sólo tiene dos caminos por los que adquirir propiedad y riqueza: la producción o la expropiación coactiva. O, como ha subrayado con penetrante sagacidad el gran sociólogo alemán Franz Oppenheimer: sólo existen dos maneras para hacerse con riqueza. La una es el método de la producción, generalmente seguida de intercambios voluntarios de los bienes producidos, lo que Oppenheimer denomina el medio económico. La otra es la de la expropiación, por la violencia, de la propiedad de otra persona. A este sistema predatorio de adquisición de riquezas lo define el citado autor como medio político.4
Ahora bien, quien se apodera de las propiedades de otro vive en fundamental contradicción con su propia naturaleza humana. Hemos visto, en efecto, que el hombre sólo puede vivir y prosperar en virtud de su propia producción y del intercambio de lo producido. Y el agresor no es productor, sino depredador; vive parasitariamente del trabajo y los productos de otros. Por tanto, en lugar de llevar una existencia acorde con la naturaleza humana, se nutre unilateralmente, a base de explotar el trabajo y las energías de otros seres humanos. Hay aquí una patente y absoluta violación de toda especie de ética universal, porque es claro que el hombre no puede vivir como un parásito. El parásito necesita seres no parasitarios, seres productivos, de los que alimentarse. El parásito no sólo no añade nada a la suma social de
bienes y servicios, sino que depende totalmente del cuerpo en que se hospeda. Todo aumento del parasitismo coactivo reduce ipso facto la cantidad y el output de los productores. Y, en fin, cuando el productor se extingue, el parásito sigue al momento la misma suerte.
El parasitismo no puede configurar, por tanto, una ética universal y, de hecho, cuando se expande, ataca y reduce la productividad de la que viven tanto el huésped como el parásito. La explotación coactiva o parasitismo lesiona el proceso de producción de todos cuantos integran la sociedad. Sean cuales fueren los caminos que se consideren, la depredación parasitaria y los latrocinios no sólo violan la naturaleza de la víctima cuya persona y productos han sido violados, sino también la naturaleza del agresor, que abandona el modo natural de producción —que le llevaría a utilizar su mente para transformar la naturaleza e intercambiar sus productos con los de otros productores— y se adentra por la senda de la expropiación parasitaria del trabajo y los productos ajenos. En su más profundo sentido, el agresor daña a su infortunada víctima, pero no menos a sí mismo. Hay en esta afirmación una verdad absoluta, tanto en el caso de una compleja sociedad moderna como en el de los Crusoe y Viernes en sus solitarias islas.

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