El pasado 28 de marzo Mario Vargas Llosa
cumplió 80 años y quisiera celebrarlo con una breve reflexión sobre su
pensamiento político y, en particular, su forma de ser liberal. Para
ello quiero partir de dos grandes pensadores franceses que jugaron un
papel clave en su desarrollo intelectual: Jean-Paul Sartre y Albert
Camus.
De Sartre, que fue un gran héroe
cultural para el joven Vargas Llosa, no sobrevivió mucho con el tiempo.
Sus artificios dialécticos no fueron, finalmente, capaces de justificar
lo injustificable, es decir, la supuesta distinción entre la “opresión
progresista”, hecha a nombre de un futuro paraíso sobre la tierra, y la
opresión a secas. Sin embargo, de Sartre sí sobrevivió la idea del
escritor comprometido con su tiempo, aquel que toma partido, que no
calla, que no mira para otro lado. Nada más ajeno a Mario Vargas Llosa
que la indiferencia frente a su mundo.
Esa actitud ha
sido rectora en una vida en que la política nunca ha estado ausente. Lo
que no significa confundir la política con la literatura, que son
actividades esencialmente diferentes, tal como el mismo Vargas Llosa no
se cansa de explicar: el escritor, y el artista en general, parte de la
soberanía de su imaginación para forjar “realidades irreales”, ficciones
tan convincentes que las vivimos, por un instante, como reales. Quien
hace política debe, por el contrario, so pena de caer en la
política-ficción y causar grandes perjuicios, partir siempre de la
soberanía de lo realmente posible.
Rebelde en el sentido de Camus, es decir, aquel que no acepta la indignidad, la injusticia, la opresión
Paso ahora a Albert Camus. Con él
asocio aquella vena rebelde que, a mi juicio, hace de Vargas Llosa quien
es y siempre ha sido. Rebelde en el sentido de Camus, es decir, aquel
que no acepta la indignidad, la injusticia, la opresión. Que dice no y
les planta cara a los tiranos de toda condición. Aquel que no se somete,
que no calla frente a una realidad que envilece al ser humano. El
rebelde no es un revolucionario que sueña con paraísos terrenales u
hombres nuevos. No, el rebelde actúa por ese hombre que somos, aquel ser
imperfecto y limitado, como toda sociedad humana que podamos construir.
Pero en ningún caso se resigna a que no seamos lo que sí podemos y
debemos ser: dignos, respetados, libres.
La vena
rebelde de Vargas Llosa ha derivado en lo que ha sido su lucha más
constante, su verdadero predicamento existencial ya desde la niñez: su
oposición férrea, visceral, al autoritarismo, a la tiranía, a la
dictadura. Él mismo lo ha expresado mejor que nadie en diversas
ocasiones. Como ejemplo tomo algunas palabras de una conversación con
Enrique Krauze:
“Si hay algo que yo odio, que me
repugna profundamente, que me indigna, es una dictadura. No es solamente
una convicción política, un principio moral: es un movimiento de las
entrañas, una actitud visceral, quizá porque he padecido muchas
dictaduras en mi propio país, quizá porque desde muy niño viví en carne
propia lo que es esa autoridad que se impone con brutalidad.”
Creo que no exagero al decir que muy poco en la vida de Mario Vargas
Llosa sería comprensible si no considerásemos este aspecto. Escribir,
como nos lo recuerda en El pez en el agua, también
fue un acto de rebeldía ante “esa autoridad que se impone con
brutalidad”, un acto vital de resistencia frente, en este caso, a la
violencia de su padre a fin de reivindicar aquella dignidad y libertad
que nos debemos y que le debemos a todo ser humano.
De allí su repulsión absoluta a todos los tiranos. Desde el general
Odría, el dictador peruano cuyo régimen marcó la juventud de Vargas
Llosa, hasta los dictadores y caudillos de izquierdas o derechas que han
jalonado nuestro tiempo, llámense estos Brezhnev o Pinochet, Castro o
Batista, Chávez, Jomeini o Gadafi.
Su repulsión absoluta a todos los tiranos, desde el general Odría, cuyo régimen marcó la juventud de Vargas Llosa, hasta los dictadores y caudillos de izquierdas o derechas
Esta consideración nos permite
abordar la naturaleza misma del pensamiento liberal de Vargas Llosa,
aquello que él ha llamado “liberalismo integral”. Se trata de algo
fundamental, ya que se desmarca y denuncia una tentación suicida de un
cierto “liberalismo”, no poco común en América Latina, que ha tendido a
reducir aquel árbol frondoso que es el de la libertad a la economía.
Esto no quiere decir que Vargas Llosa menosprecie la importancia
fundamental de una economía basada en la libertad, aquella que ha
permitido, al extenderse recientemente por casi todo el planeta, elevar
el nivel de vida de los seres humanos de una manera nunca antes vista.
Eso es evidente, y provoca la ira de quienes creen que, al menos en
economía, la libertad no es la mejor opción que tenemos. Pero esto no
significa transformar esa libertad en la única digna de defenderse o en
una especie de libertad superior ante la cual las demás libertades deban
postrarse.
Esta toma de posición ha llevado a Vargas
Llosa a definir el liberalismo de una manera que nos recuerda el
sentido más original, hispánico, de lo que es ser liberal, aquel que
Octavio Paz recordó en 1981 al recibir el Premio Cervantes: “La palabra
liberal aparece temprano en nuestra literatura. No como una idea o una
filosofía, sino como un temple y una disposición del ánimo; más que una
ideología, era una virtud.”
Esta virtud, esta forma
de ser liberal con la cual nos identificamos está, como Vargas Llosa lo
expresó en un texto donde reivindica la herencia intelectual de Ortega y
Gasset, “fundada en la tolerancia y el respeto, en el amor por la
cultura, en una voluntad de coexistencia con el otro, con los otros, y
en una defensa firme de la libertad como un valor supremo”.
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