La otra Guerra Fría
Por Carlos Alberto Montaner
Para Beatrice Rangel, que me puso sobre la pista
Tal vez fue una casualidad, pero
coincidieron en el tiempo. En abril de 1990, durante el gobierno de
George Bush (padre), pocos meses después del derribo del Muro de Berlín,
cuando era evidente que la URSS y el comunismo se hundían, Washington
comenzó a planear su próxima batalla en nombre de la seguridad nacional.
Fue entonces cuando se creó el Financial
Crimes Enforcement Network (FinCen), una dependencia del Departamento
del Tesoro que habitualmente contrasta y complementa sus informaciones y
actividades con el FBI, la DEA, la CIA, la NSA y otras agencias de
inteligencia.
Originalmente, el nuevo enemigo era
mucho más difuso, extendido y, al mismo tiempo, limitado: los
traficantes de drogas. La estrategia era seguirle la pista al dinero por
los vericuetos financieros hasta descubrir y asfixiar a los grandes
capos. Al fin y al cabo, una masa de plata de ese volumen no se podía
esconder en el colchón. Había que invertirla.
La vieja y sabia expresión de los investigadores anglo-norteamericanos se convertía en el plan de batalla: follow the money. Mientras los franceses aseguraban que, tras el delito, siempre había una mujer (cherchez la femme), para los estadounidenses la clave estaba en la plata. Acertaban.
Inmediatamente comparecieron en el radar
los “lavadores” o “blanqueadores” que esta actividad generaba. Sólo que
nada de esto podía ser posible sin cierta complicidad pasiva de los
bancos, así que se dictaron medidas obligando a las instituciones
financieras a “conocer” a sus clientes, a rechazarlos, y a comunicar
cualquier depósito sospechoso.
El secreto bancario, en consecuencia, dejó de ser efectivo y la lupa policiaca norteamericana se colocó sobre los trusts suizos,
las cuentas de Andorra o las compañías de Uruguay en donde los
argentinos protegían sus ahorros en dólares, razonablemente
aterrorizados por los corralitos con los que el Estado les robaba
impunemente su patrimonio.
Como los “criminales” no solían actuar
con sus nombres, sino escudados en empresas deliberadamente confusas,
legalmente constituidas por bufetes de abogados fuera de las fronteras
norteamericanas o, incluso, en los espacios opacos de Estados Unidos
(Delaware, Nevada, Wyoming, South Dakota), era importante revelar los
nombres de las compañías non sanctas y prohibirles hacer
negocios en Estados Unidos. Así surgieron, primero, la Lista Clinton en
1995 y, presumiblemente, los misteriosos Papeles de Panamá, en los que
se mezclan indistintamente justos y pecadores.
Como suele ocurrir con los organismos
burocráticos, las responsabilidades, el alcance, los presupuestos y el
tamaño de FinCen fueron extendiéndose inevitablemente. En el 2001 se
produjo el ataque islamista a las Torres Gemelas y al año siguiente fue
aprobada la llamada “Ley Patriota” que puso fin a numerosos mecanismos
de protección de los derechos individuales.
El terrorismo pasó a ocupar la
preocupación central de las autoridades norteamericanas, desplazando al
narcotráfico, y se autorizó la investigación casi ilimitada en busca de
enemigos encubiertos, lo que explica, aunque no justifica, el espionaje
de la National Security Agency (NSA) a personas como la alemana Ángela Merkel o al francés François Hollande.
Pero en las redes tendidas para capturar
terroristas y narcotraficantes, caían, además, los violadores del
fisco, los funcionarios y políticos corruptos que vendían favores y
cobraban coimas, las personas que escondían su patrimonio en medio de
pleitos familiares, y un sinfín de individuos o entidades que trataban
de proteger sus propiedades o su dinero (fueran éstos bien o mal
ganados), de Estados voraces, de socios implacables o de familiares
codiciosos.
Este volumen de información le abrió el
apetito a Washington y dio inicio a una cruzada internacional en defensa
de la moralidad pública que ha tenido su expresión más vistosa en la
persecución de los directivos de la FIFA, coadyuvando la previa labor de
otras manifestaciones similares, como la del fiscal Antonio di Pietro
en Italia (Operación Manos Limpias), que liquidó por corruptas a casi
todas las estructuras políticas del país.
Esta nueva Guerra Fría es más difícil
que la que Estados Unidos libró y ganó contra la URSS. Al fin y al cabo,
los comunistas pertenecían a una secta surgida en el siglo XIX que
sostenía ciertas supersticiones que llevaron a la ruina a las sociedades
que las sufrieron.
Para oponérseles, Washington podía
reclutar a medio planeta tras la consigna de defender la libertad
amenazada, pero ahora sus gobernantes están empeñados en imponer en el
mundo the rule of law, algo realmente admirable, pero que
contradice una antiquísima y muy extendida tradición planetaria que
acompaña a la civilización desde sus inicios. Ojalá tengan éxito, pero
será una batalla tremenda.
El autor es periodista y escritor. Su último libro es la novela Tiempo de Canallas.
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