Por Horacio Vázquez-Rial
Ideas - Libertad Digital, Madrid
Pertenezco a una generación de
revolucionarios, es decir, de psicópatas decididos a acelerar la
historia atendiendo a normas –espirituales o seudocientíficas, que de
todo ha habido– dictadas por un dios interior ansioso, severo y
energuménico.
Mi primera juventud pasó entre los
setenta y los setenta. La fiebre revolucionaria empezó a amainar
alrededor de 1980 y se hundió definitivamente en 1989. Con excepciones,
nos adaptamos a la antaño despreciada democracia formal, cuyas
virtudes fuimos descubriendo no sin asombro. O sea, dejamos de ser de
izquierdas. Todos, sin excepción, hasta los que siguen jurando ser muy
de izquierdas sin darse cuenta de que están a la derecha de la derecha,
en la reacción pura y dura.
No estaría mal si hubiésemos tenido
cierta preparación. Pero no la teníamos. No fuimos educados en los
hábitos de la democracia. Quien más, quien menos, en España, en
Portugal, en Iberoamérica, nacimos o crecimos en dictaduras de las
largas. Mejor no indagar aquí acerca de la preparación democrática de
alemanes, italianos o griegos...
Y la cuestión no me parece baladí porque
en el día a día voy viendo que hemos cambiado la locura por la
estupidez. En este momento, Grecia no tiene Gobierno, y no porque los
resultados electorales hayan sido confusos debido a la extrema
fragmentación de la vida política, sino porque antes de eso había un
Gobierno, y ese Gobierno cambió por pura injerencia exterior, porque el
eje francoalemán decidió que aquello no funcionaba y mandó a parar, como
el comandante. Comprendo que la crisis, que nadie ha explicado
satisfactoriamente hasta el momento, imponía ciertas prisas, pero no
demandaba por sí misma saltos por encima de las normativas
constitucionales de cada caso, fuese el griego o el italiano.
Porque en Italia también se hicieron los
cambios reclamados desde Berlín y Bruselas y el Congreso, casi se diría
que en renuncia a sus atribuciones, aceptó nombrar al señor Monti, que
es un tipo de confianza en esa abstracción que llamamos Unión Europea o
Europa a secas.
El presidente Rajoy se ha desvivido
estos días para dar la mejor imagen posible de España, es decir, de
nosotros. No quiere, no queremos, ser intervenidos. No quiere y no
queremos que se interrumpa el ciclo democrático en este país y los
resultados de un proceso electoral largamente esperado se vean
cuestionados y se introduzca un vigilante en Moncloa, de tapadillo o a
lo Monti, este señor que, dicho sea de paso, no tuvo más remedio que
invitar a Mariano a Roma porque a los demás les pareció que era lo único
de recibo, no porque a él le apeteciera: él es como es, un tecnócrata
autoritario que no cree en absoluto en la democracia y preferiría sin
dudas el gobierno perpetuo de los sabios (como él).
La amenaza que representan hoy los que
ocupan la Unión Europea no es, pues, una amenaza económica –lo cual no
es poco en materia de cesión de soberanía–, sino una amenaza al sistema
democrático, a la sociedad abierta. Claro que cualquiera de esos
funcionarios tiene el argumento a su favor de haber sido elegido
democráticamente en las elecciones europeas, las que más baja asistencia
recaudan, en parte por falta de fe, en parte por desidia en relación
con unos señores a los que no hemos oído nombrar en la vida. Si eso ya
ocurre en el plano nacional –¿quién conoce los nombres de los diputados y
senadores que se supone ha elegido?–, ni qué decir tiene que en el
plano continental la ignorancia es mayúscula. ¿Alguien conocía al señor
Van Rompuy antes de que fuese elegido –no por usted ni por mí– nada
menos que presidente de Consejo Europeo? Casi Carlomagno.
Creo que falta una pizca de locura, sólo
como antídoto para la epidemia de estupidez que se avecina. No una
locura como la del siglo pasado, que era una forma de la estupidez
disimulada por la violencia. Dicen los clásicos que la política ha de
ser, en lo posible, arte de prudencia, virtud que, como todos sabemos,
brilla en nuestro presidente. Prudencia, no estulticia.
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