El hambre de Venezuela no es un juego
Por Mary Anastasia O'Grady
En su ansia de poder, el difunto Hugo
Chávez prometió redistribuir la riqueza de Venezuela entre los pobres.
El padrino del “socialismo del siglo XXI” perece no haberse percatado de
que los recursos que prometió hacer llover sobre su gente primero
tenían que ser producidos.
Quince años después del inicio de la
revolución bolivariana, Venezuela enfrenta una severa escasez de
alimentos. Aún se podría evitar una crisis, pero sólo con un giro
radical en las políticas que han destruido la capacidad productiva del
país. Una nación debe producir lo que consume o debe importarlo. Lo que
importa se paga con divisas extranjeras que proceden de las
exportaciones o de deuda.
Desde hace mucho, Venezuela ha dependido
de los petrodólares para pagar las importaciones. No obstante, también
ha cultivado maíz, sorgo y arroz, y ha tenido una industria ganadera,
avícola y pesquera. Ahora, el país está en problemas no sólo por sus
menores ingresos petroleros y la corrupción institucionalizada, sino
también debido a que las políticas del gobierno han hecho un gran daño a
la producción nacional.
Entre las muchas estupideces que
promueve ese socialismo está la idea de que, al imponer controles de
precios y prohibir la generación de ganancias, el gobierno puede
abaratar los alimentos y hacer que estén ampliamente disponibles.
Lo opuesto es verdad, y Venezuela
confirma la regla. La Encuesta sobre Condiciones de Vida (Encovi),
llevada a cabo en agosto y septiembre de 2015 por varias universidades,
halló que 87% de los consultados indicó que no tenía suficientes
ingresos para comprar alimentos. Su privación es resultado de mantener
los precios artificialmente bajos, lo que crea escasez. Los consumidores
se ven obligados a acudir al mercado negro en busca de lo que necesitan
y luego pagar mucho por ello, si es que pueden. Sufren una inflación
mortal que, según el banco central, llegó a 180,9% anual en el cuarto
trimestre de 2015, frente a 82,4% en el primer trimestre del mismo año.
El hambre es apenas un síntoma de un
colapso económico más amplio a lo largo de toda la cadena de producción,
provocado por dictado estatal.
En un ensayo de 1958 titulado Yo, el lápiz,
Leonard Read, fundador del centro de estudios Foundation for Economic
Education, le dio voz al humilde utensilio de escribir para ilustrar el
poder de la libertad económica. Read explicó cómo el lápiz nació de las
decisiones de miles de personas actuando libremente por interés propio, y
aun así en armonía con los demás. Casi todas las acciones descritas en
la creación del lápiz son ilegales, no rentables o peligrosas para
alguien en la Venezuela de hoy.
Veamos lo que ha sucedido con el
transporte. Los trabajadores necesitan desplazarse a sus empleos, los
componentes deben ser entregados a las fábricas y los inventarios
llevados a los puntos de venta minorista, y los tractores tienen que
arar la tierra. No obstante, las ruedas se están frenando en Venezuela.
El fabricante local de baterías de autos
en Caracas tiene problemas para importar componentes y los controles de
precios del gobierno han socavado la rentabilidad del negocio. Para
reemplazar una batería, los clientes hacen fila en la fábrica —que para
reducir costos ya casi no usa minoristas para su distribución— desde muy
temprano en la mañana. Sin embargo, se requieren varios días de espera
para completar la transacción, y la batería vieja debe ser entregada. Si
su batería fue robada, algo común, los clientes deben presentar un
certificado especial de las autoridades.
Una mujer vio a una amiga llorando en la
entrada de una fábrica una mañana reciente. Había perdido varios días
de trabajo haciendo cola para que le dijeran que el certificado que
traía para demostrar que le habían robado la batería no servía.
Otras cosas además de las baterías de
vehículos están en escasez. Bandas de ladrones ambulantes roban partes
de maquinaria agrícola, que ofrecen a un buen precio porque son muy
difíciles de conseguir. Ese es apenas unos de los dolores de cabeza que
tienen los agricultores.
Chávez confiscó las haciendas más
productivas del país y las entregó a chavistas que no saben cultivar.
Los cultivos han disminuido incluso en las haciendas que no fueron
decomisadas. La mayoría de las semillas usadas en Venezuela son
importadas y no se pueden obtener sin dólares. Los agricultores son
reacios a plantar cuando los costos son altos y las cosechas están
sujetas a controles de precios. Las granjas lecheras también son menos
productivas debido a que los cortes de electricidad diarios paralizan
las máquinas de ordeñe. Los camiones que transportan alimentos son a
menudo asaltados.
Es difícil conseguir proteínas. Los
huevos prácticamente han desaparecido de los supermercados. En octubre,
siete fábricas de enlatado de atún que empleaban 3.000 personas tuvieron
que cerrar porque no podían obtener dólares del banco central para
pagarles a los proveedores extranjeros de materiales de producción como
pescado y latas. Medicamentos básicos como la aspirina han desaparecido.
“No podemos seguir de esta forma”, me
dijo una fuente de Caracas la semana pasada. “El precio de los alimentos
sigue subiendo. Algunos salarios están ajustados (a la inflación) pero
la mayoría no. No veo cómo la gente que no tiene dólares puede alimentar
a sus familias”.
Irónicamente, los muy ricos, a quienes
Chávez juró aplastar pero que todavía tienen dólares, no pasan hambre.
En cambio, los pobres y las personas de clase trabajadora enfrentan un
futuro sombrío.
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